viernes, 4 de diciembre de 2020

Algunos motivos para leer "Lengua padre", de Hernán Schillagi

 


*porque aparece un Citroën 3 CV dos veces, además de una bicicleta y micros de corta y larga distancia.
 
*porque si la lengua madre es la primera, la lengua padre es -tal vez- la última.
 
*porque, además de la mía, aparecen las voces de mis vecinos, de mis viejos, de mi esposa, y, por supuesto, de mi hija.
 
*porque entre los poemas se escucha una zamba, un rock, un villancico, algo de Leonardo Favio y de Spinetta.
 
*porque está dedicado a mi hija, quizás a su pesar.
 
*porque está dedicado a mi papá, quizás a mi pesar.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Sakura

 


Vereda rota. Esquina abandonada con el techo caído y las paredes sucias. Un semáforo alterna sus tres flores eléctricas a un costado. De pronto, como si fuera una placa chillona de Crónica TV, saco el teléfono y escribo: «Estalló la primavera». Entonces, registro la foto del cerezo a las apuradas para así capturar: el final de un invierno desnudo y el comienzo de otra cosa, desconocida y prometedora.
En Japón, la sakura (el florecimiento de los cerezos, los ciruelos, los durazneros o los almendros) simboliza la belleza y la fugacidad de la vida. Por eso, los samuráis veían a los pétalos como gotas de sangre. Sigo leyendo en Wikipedia y veo que, también, bajo esta sombra luminosa, los japoneses se reúnen con familiares y amigos para reflexionar sobre el paso del tiempo, la muerte y celebrar el valor de estar vivos.
Pero aquí estamos en otra parte del mundo, hermosa, contradictoria, con otras costumbres. Así, una lluvia blanca y rosa cae en una esquina abandonada, sobre una vereda destruida por la erosión de tantos pasos que se arrastran, aunque no hay escándalo ni tradiciones. Solo salimos para barrer. Por eso doy estos graznidos incomprensibles en forma de palabras, hasta que el poeta Matsuo Bashō me tira una pista con solo tres versos: «Lluvia de flores / un cuervo busca en vano / su nido».
 
HERNÁN SCHILLAGI

viernes, 31 de julio de 2020

El ídolo inconsciente



Antes que Sandro, antes que Charly García, mucho antes que Miguel Mateos; yo tuve un ídolo: Juan Ramón.

No había cumplido aún los 8 años y llegó a mi casa el cassette «Juan Ramón 84» y fue como el «Álbum Blanco» de Los Beatles. La única cassettera del JVC de mi papá explotaba con la ranchera «La última carta» y seguía la cinta dando vueltas. Pasaban así la tristeza, el despecho, los celos, el amor y la nostalgia; todo cantado por una voz inusitada que podría haber atravesado la materia si se lo proponía.

El niño que yo era, de pronto se destapó cantando sus canciones con una potencia y una intensidad que asustó a mis padres. Como también, se deben haber reído a mis espaldas por la seriedad de mi interpretación y de cierta imitación a los yeites juanramonianos: vibraciones estrafalarias de la voz y los agudos matadores.

De este modo mi memoria, porosa y castigada, aprieta la tecla «play» sin linealidad ni contextualización: Juan Ramón en la tele y en la radio, toda la familia con mi vecina de al lado en un recital que dio en Mendoza, cierta leyenda animal con su pierna coja, los comentarios ignorantes sobre la suerte de su nombre, entre otros recuerdos del montón.

Sin embargo, como en todo cassette, hay dos caras. Y yo, desagradecido, grabé en el lado B de mi cerebro esta admiración popular, este fanatismo indecoroso. Sí, abjuré de Juan Ramón. Lo mandé al rincón de los placeres culposos, cuando quizá era el responsable de los momentos más reveladores de mi niñez. Como ese en el que vamos hasta Ugarteche, en Luján, a la casa de los hermanos de mi vecina. Luego de la cena, empezaron a templar sus guitarras, apareció un bombo de la nada y entonaron una zamba. De pronto, alguien me señaló y dijo: «El Negrito también canta...». Sin avisar, uno de los guitarreros buscó un grabador y aclaró la voz para registrar: «Con ustedes, el niño Hérnan (así, con acento en la 'e' como si fuera un artista internacional) va a hacer su debut como cantante...». Sonaron los tres acordes de «Mis harapos», cerré los ojos y abrí la boca para decir: «Caballero del ensueño, tengo pluma por espada, / mi palabra es el alcázar de mi reina la ilusión...». Toda una declaración para el resto de mis días.

Finalmente, la muerte de Juan Ramón en la mitad del invierno despierta parte de mi inconsciente, lo interpela y lo estira como una cinta gastada que, en este preciso momento, se corta.


HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 18 de julio de 2020

Reescribir a papá



Leer otra vez un libro es un hecho peligroso, un acto de doble impiedad. El primer riesgo, qué duda cabe, es descubrir y constatar que esa historia que nos había deslumbrado, conmovido y la atesorábamos como un talismán secreto no era para tanto. En fin, que aquello que nos parecía iluminador, ahora apenas disimula el lugar común, que la prosa se volvió un plomo o, lo que es peor, demasiado lavada, que la magia que atravesaba sus páginas se esfumó sin aviso. Releer, entonces, puede convertirse en una vuelta obligada de las vacaciones, porque nos han llamado para decirnos que entraron a robar a nuestra casa.

Sin embargo, existe otra dificultad, esa que todo esfuerzo trae consigo: sentirse desarmado por una historia que habíamos interrumpido tiempo atrás y que, ahora, se nos ha vuelto imprescindible. La intemperie que le llaman.

Hace unos años comencé a leer la novela «Papá», del escritor argentino Federico Jeanmaire y la abandoné cerca de la página 40. Chau, a otra cosa. Nunca he sentido culpa por dejar un libro; luego de un par de arremetidas cargadas de esperanza, si la historia no sale del pantano prefiero pasar al que sigue. En una época en la que vamos saltando de link por vez, porque siempre puede haber algo más interesante en otra ventanita, nadie debería azorarse por este gesto desalmado. Conocida es la anécdota de Borges en la que les aconsejaba a sus alumnos que dejaran el libro si les aburría: «La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz…». Claro, en el medio se murió mi propio padre y mi mano fue hasta la biblioteca como si buscara un salvavidas. Ahí estaba la novela de Jeanmaire flotando en los estantes más altos.

El resultado de esa experiencia de lectura, por supuesto, fue completamente distinto: de un interés tibio, pasé a leer palabra por palabra como si sostuviera una brasa ardiente. Mis ojos febriles acompañaron a ese narrador/hijo que intenta retratar, entre disputas, a un progenitor un tanto particular: militar de carrera y dos veces intendente de gobiernos de facto. Jeanmaire compone cada oración de «Papá» como una posibilidad para entender: «Escribo porque el hombre es el único animal que escribe y porque, además, nunca pude comprender cómo es que hacen los hombres que no escriben para velar su propia conciencia de la muerte…». Qué injusto había sido en abandonar esta novela. O mejor dicho, yo me había atrevido a leerla en medio de una tormenta.

En resumen: leer, releer, escribir. Las letras de molde no cambian sobre las páginas, los mutantes somos nosotros. Pero qué sucede con la reescritura. Reverenciada por los autores para lograr el punto justo de lo que quieren expresar y así alejarse de los borradores iniciales, la reescritura no es otra cosa que la literatura. Nadie disfrutaría de un plato con la cocción dudosa, como tampoco de una casa con los hierros y las astillas a la vista. En la serie de ciencia ficción «Travelers», los humanos creaban una inteligencia cuántica capaz de enviar sus propias conciencias a través del tiempo a personas en el siglo XXI. Estos Marty McFly cerebrales asumían la vida de otros, de quienes se conocía el momento exacto en que iban a morir, para luego realizar con ese cuerpo misiones secretas y evitar un futuro apocalíptico. Cuando uno de los viajeros era descubierto, el equipo estaba obligado a «reescribir» su memoria, es decir, borrar y modificar a conveniencia cualquier desprolijidad que ponga en riesgo la linealidad temporal.

Destinado a leer y releer mi pasado, ¿será por eso que me empeño texto tras textoen reescribir a mi papá? Novelas donde es un villano sin mucha vocación, poemas en que compartimos las cargas, cuentos que le dan una voz de espanto a la ternura. Para soportar «de palabra» su recuerdo, necesito un equilibrio; como si un empate sobre la hora y en posición adelantada fuera discutido eternamente en todas las formas conocidas.

Quizá reescribir sea otra posibilidad para comprender, un engaño a puertas abiertas, sin altura ni mucha franqueza, pero con una intensidad dolorosa que mantiene vivo un diálogo de un hijo con su padre desfasados en el tiempo. Finalmente, el mismo Jeanmaire arriesga una respuesta misteriosa y precisa: «Cosa rara el amor. Casi imposible de escribir».

HERNÁN SCHILLAGI

domingo, 28 de junio de 2020

«Fritanga maravillosa», la autobiografía involuntaria de Schillagi






Diario MDZ

El poeta y narrador Hernán Schillagi estrena libro, un trabajo que reúne personalísimos ensayos y crónicas breves, muchos de ellos ya conocidos -y disfrutados- a través de sus redes sociales.

Hernán Schillagi, escritor y docente nacido en San Martín allá por el aciago 1976, es a esta altura de la tinta y los bits uno de los nombres insoslayables de la literatura de Mendoza, en virtud de una obra sólida y profunda, cuidadosa tanto en su concepción temática como estética.


Tal apreciación, subjetiva por cierto, puede corroborarse -o refutarse, por qué no- repasando sus incursiones en la poesía con Mundo ventana, Pájaros de tierra y Gallito ciego, entre otros; en la narrativa con las novelas De los Portones al Arco y Los cuadernos de Gloria; en los microrrelatos de El dragón pregunta; y en el ensayo con La visión del anfibio y el flamante Fritanga maravillosa.

Ganador del Certamen Literario Vendimia en 2008 y en 2017, profesor de Letras y editor junto a Fernando G. Toledo de la revista digital El Desaguadero y Libros de Piedra Infinita, Schillagi es de esos que respira literatura las 24 horas.

Estos ensayos y crónicas breves con los que regresa a la consideración de los lectores dan fe de que además de ser un autor relativamente prolífico también es un creador que se permite la imprescindible pausa para pensar y repensar acerca del oficio. Con sus luces y sombras. Con esos sabios laberintos en los que solemos perdernos una vez que entramos al mundo libro.
El texto que sigue es tanto un prólogo como su amable forma de abrirnos las puertas a las páginas que vendrán. Pasemos sin demora.

Del deseo y la intensidad

Por qué motivos alguien insiste en hablar en primera persona sobre situaciones que no le sucedieron del todo, que apenas fueron un roce cercano. Algunos responderían que es la ficción.
Sin embargo, lo escrito, visto, leído y vuelto a escribir aquí es absolutamente cierto, y no tanto: ensayos que surgen del deseo y la intensidad, crónicas de un acontecimiento microscópico, imperceptible para quienes transitan distraídos por esta realidad precipitada y servil.
Quizá, la suma de estos textos den el resultado lenguaraz y distorsionado del que escarba siempre en el mismo cajón de las palabras: una autobiografía involuntaria, expuesta y solapada en un único gesto acerca de mis pasiones (la lectura, el fútbol, el mate), de mis obsesiones (la escritura, lo cotidiano), como también un testimonio de mi perplejidad ante la tecnología y el comportamiento humano.
Como un Cesare Pavese un tanto descarado y meridional, que enfrenta el abismo de lo desconocido a punta de poesía y argumentos, elevo la apuesta y declaro: vendrá la muerte y leerá tus PDF.




lunes, 15 de junio de 2020

Fritanga maravillosa, de Hernán Schillagi




UNA AUTOBIOGRAFÍA INVOLUNTARIA


Por qué motivos alguien insiste en hablar en primera persona sobre situaciones que no le sucedieron del todo, que apenas fueron un roce cercano. Algunos responderían que es la ficción. Sin embargo, lo escrito, visto, leído y vuelto a escribir aquí es absolutamente cierto, y no tanto: ensayos que surgen del deseo y la intensidad, crónicas de un acontecimiento microscópico, imperceptible para quienes transitan distraídos por esta realidad precipitada y servil.

Quizá, la suma de estos textos den el resultado lenguaraz y distorsionado del que escarba siempre en el mismo cajón de las palabras: una autobiografía involuntaria, expuesta y solapada en un único gesto acerca de mis pasiones (la lectura, el fútbol, el mate), de mis obsesiones (la escritura, lo cotidiano), como también un testimonio de mi perplejidad ante la tecnología y el comportamiento humano.

Como un Cesare Pavese un tanto descarado y meridional, que enfrenta el abismo de lo desconocido a punta de poesía y argumentos, elevo la apuesta y declaro: vendrá la muerte y leerá tus PDF.


HERNÁN SCHILLAGI
San Martín, otoño de 2020





lunes, 8 de junio de 2020

Algunas frases que dejó la cuarentena



*No hay gmail que por bien no venga.
*Tanto va el dedo a la tecla que al final se envía.
*A cada chancho le llega su COVID.
*Si te gusta el videollamado, aguantate la interferencia.
*Y en la calle codo a codo, somos mucho más que tos.
*La letra con plataforma virtual enter.
*Más vale virus conocido que virus por conocer.
*Tapabocas vemos, caras no sabemos.

sábado, 23 de mayo de 2020

Un viaje cargado



Si en el viaje de vuelta del aserradero, luego de cargar en la chatita Fiat 1500 anaranjada unos tablones de MDF y dos rieles metálicos para el proyecto «Biblioteca Familiar», el fletero te cuenta con la nariz fuera del barbijo que fue combatiente de Malvinas, que vio al Espíritu Santo mientras buscaba un milagro para su hija enferma y que se probó de 11 en Independiente de Avellaneda; serán los 300 pesos mejor invertidos de este año. «Y un corazón no se endurece porque sí...», cantaba el Indio Solari.

domingo, 3 de mayo de 2020

Romance del prisionero en cuarentena




Que por mayo era por mayo,
cuando no hay ventilación,
cuando barbijos reclaman
y están los arcos sin gol.
Cuando sale a la baranda
y no hay nadie en el balcón,
cuando los desconectados
buscan señal en el hall.
Sino yo triste, aislado,
que sigo en esta ilusión;
que ni sé cuando termina
ni cuando en un coche voy.
Sino por una mirilla
que me mostraba el color.
Tapómela un limonero;
déle Dios mal floración.

ANÓNIMO

sábado, 25 de abril de 2020

Héroes no tan anónimos


Salgo a la calle de la cuarentena. Un mapeo cerebral anterior me asigna un itinerario conocido y peligroso: cajero automático, Rapipago y carnicería. Pero antes de enfrentar el exterior, me calzo un tapaboca y unos anteojos oscuros como si fuera el yelmo de una armadura perdida.
Mi clandestinidad involuntaria avanza hasta la cola del cajero. A los cinco minutos pasa el de la farmacia en bicicleta y me saluda tras su visera de acrílico: «¡Hernán!», grita. Lo miro pedalear y apenas le respondo con la mano. Luego voy al Rapipago, la fila es corta. Sale alguien de pagar, lleva barbijo negro y, cuando pasa a mi lado, me reconoce: un compañero de trabajo. Entro y camino hasta la ventanilla, una mujer con la vista en la pantalla me recibe las boletas. «La primera cuota de la luz y abril de la Muni», le digo. «Bueno profe», me contesta. Mientras le paso la tarjeta de débito, me cuenta que fue alumna mía hace una década. Última parada, la carnicería. Llego con los anteojos empañados y el tapaboca medio corrido. Atienden de a una persona, así que espero en la vereda mientras una mujer compra carne molida. Se da vuelta y me dice: «Hola, Hernán. ¿Todo bien?». Una simpática compañera de la primaria descubre mi identidad de superhéroe atribulado y venido a menos.
Bruno Díaz, Clark Kent, Diego de la Vega; qué difícil la hubieran tenido en estas épocas tan virósicas y prosaicas. La cuarentena nos ha desarrollado un sexto sentido de escaneo, captura y procesamiento de datos. Así no hay incógnito que resista.

HERNÁN SCHILLAGI

lunes, 13 de abril de 2020

Un rayo en la casa



Ante la falta de diario para encender el fuego, buenas son las amarillentas fotocopias con las que atiborramos a los estudiantes año a año. Recuerdos de lo concreto en un ambiente virtual.
Sin aviso, la poesía me salió al encuentro y se dispuso a encender los leños de mi aislada -y en cuarentena- imaginación: «Todas las casas son ojos / que resplandecen y acechan...». Nadie puede negar que el poeta Miguel Hernández conocía bastante acerca de lo que es luchar y del tránsito de una angustia incomprensible.
Los troncos, entonces, se quemaron hambrientos en mi parrilla: «Y a un grito todas las casas / se asaltan y se despueblan...». ¿Existirá un noticiero más actualizado que un buen libro de poemas? Pero con una diferencia sustancial, la esperanza es lo que vende, no la catástrofe: «Y a un grito todas se aplacan, / y se fecundan, y esperan».
Nunca en esta casa un asado había ardido tan bien con el calor de un rayo que no cesa.

HERNÁN SCHILLAGI

domingo, 5 de abril de 2020

Llamadores




Viernes (o como se denomine este día en cuarentena): salí al patio luego de cinco horas de un trabajo tan virtual como sanguíneo: todo enviado. Como decía el poema de Amado Nervo: «¡Vida, nada me debes! / ¡Vida, estamos en paz!». De este modo, el sol acarició mi faz (de aquí en adelante, sigo citando al gran Amado), estiré un poco los brazos y, de repente, me dio una furia gimnástica: «Voy a hacer diez largos por el patio», me dije, como si fuera a arrojarme a la pileta de un club. Fui y volví con pasos enérgicos de una punta a la otra, desde la Pelopincho hasta el chulengo (estas palabras siempre me sacan una sonrisa). Pero en una de las pasadas, estrellé mi cabeza contra uno de llamadores de ángeles. El tintineo alterado me asustó más que el suave golpe, e hizo que alzara los ojos.
Entonces, me puse a mirar lo que colgaba de mi parra, más allá de un par de racimos maduros y una rama rebelde: vi un atrapasueños insomne, un llamador de caña bastante asoleado, otro que traje de Córdoba con el yin y el yang como un aviso. También vi una calabacita invertida que encontramos en la Alameda que hace sonar a unos surís de cerámica. Llamadores de ángeles: una forma humilde de traducir el idioma del viento. Vi también, y para variar el paisaje, una jaula blanca que jamás tendrá un pájaro adentro, con un malvón que estira en silencio sus extremidades fuera de los barrotes.
Para el final, mientras contenía la respiración, vi un llamador de amatista azul que compramos el mismo día que nos dieron el análisis positivo de embarazo de mi mujer. Nos ha acompañado con sus toques cantarines y sutiles en todas las mudanzas durante 19 años. Así, ha trinado como un jilguero colgado de barrales, techos y banderolas. Agudo y frágil, pero salió airoso de mil batallas, no sin un par de cicatrices. Dicen que la amatista tiene un valor emocional, energético. Para mí es un testimonio sonoro que nunca me permite olvidar en cada repique alegre: «que si extraje las mieles o la hiel de las cosas, / fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: / cuando planté rosales, coseché siempre rosas...».


HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 14 de marzo de 2020

Un poema adentro de un cristal


tormenta imperfecta
 
la vi en la góndola del súper
con un transparente invierno adentro
atrapado como se aprieta un puño
ante la adversidad y los precios altos
una bola de cristal sí con su nieve falsa
y una porción del hemisferio norte
que se mueve en cámara lenta
para que tanta tempestad
se acumule doméstica en la mano
caiga sobre el trineo los renos
la tiesa sonrisa de papá noel
y borre por un instante este calor
en el cuerpo luego de las fiestas
en la góndola del súper la vi
pero ahora su frío duerme
en los estantes de mi biblioteca
un adorno fallido que se activa sin gracia
con las palabras de fondo
a la espera de que un sacudón ajeno
haga estallar el vidrio el agua y el deseo oscuro
de un feliz daño nuevo

HERNÁN SCHILLAGI, inédito.

domingo, 2 de febrero de 2020

La manzana certera


Soy bueno para elegir manzanas. Es decir, tengo un radar para detectar las arenosas, infames e incomibles arenosas. Con el tiempo he ido mejorando este dispositivo cuando llego a una verdulería. Si los cajones de frutas están a espaldas del vendedor, fuera de mi alcance, ni me molesto en pedirlas.
Avanzo, entonces, como el sonar de un submarino, ya que todos saben que una manzana contiene entre su cáscara, pulpa, fibras y semillas, casi un 85 por ciento de agua. Saludo a la verdulera, hablo del calor o de la lluvia de la noche, y me sumerjo para ejecutar el sistema de localización acústica: le pido medio kilo de cebollas ―que están siempre del otro lado― y, mientras busca en la bolsa, activo el sonar con esta frase: «¿Puedo ir eligiendo un par de manzanas?». Así, me acerco al cajón, a veces están envueltas en un papel para embalar; sin embargo, con frecuencia las encuentro expuestas como un pararrayos ante la tormenta de mis ojos. Desde ya advierto, la vista engaña. Por eso, tomo de a una con la mano, confirmo su roja tersura, el brillo prometedor y la lanzo al aire unos escasos diez centímetros para volverla a atrapar. Es en el encuentro brusco con mi palma, por tanto, donde se produce la diferencia. Si el choque me devuelve las vibraciones de un golpe sordo, plagado de virutas apelmazadas: peligro inminente de un banco de arena. En cambio, si el chasquido es seco, la promesa de frescura y delicia caben en un puño.
En todo lo hermético hay desafío, también intentos para un fracaso hermoso que no termina de entenderse. «Porque quiero dormir el sueño de las manzanas / para aprender un llanto que me limpie de tierra…», decía con bastante misterio y muerte García Lorca. Más de una vez, algún gusano furtivo se ha burlado de mis tenues pericias subacuáticas, o bien esas zonas oscuras que anuncian putrefacción fueron un cartel de retirada. Lo dicho, soy bueno para elegir manzanas, no sublime. Me aproximo, aunque no siempre suelo llegar. Como me pasó en ese invierno en el que nació mi hija y, luego de una mañana movida de nervios, llovizna y esperanza, salí en ayunas a la calle. Tenía un doble vacío que llenar en mi estómago: el hambre y la paternidad. Caminé hasta una verdulería y compré una única manzana. Aún no tenía desarrollada esta habilidad sonora de selección y tiré el primer mordisco a ciegas (o a sordas, que no es lo mismo). Un repiqueteo de campanas interiores comenzó a tronar y me devolvió el cuerpo. Sin manchas, el llamado fruto del pecado original recompuso mi condición de padre asustado y famélico con unos toques de glucosa, calcio y hierro, entre otros nutrientes del montón. Lo justo y necesario para hacerle frente a una nueva aventura en el océano del hogar.
Como un Guillermo Tell que acierta, pero no le convence el blanco, sigo buscando una manzana así, que me quite el deseo de un tarascón; sigo buceando en el fondo del corazón de las cosas que caen por su propio peso, aunque sin tanta gravedad; sigo persiguiendo una sabiduría de barrio que me dé, al menos, un tema de conversación entre las vecinas, que están siempre apuradas porque han dejado algo en el fuego.

HERNÁN SCHILLAGI

martes, 14 de enero de 2020

Hanzel en un brete


Todas las mañanas sacudo el mantel en el patio y Piquito, un gorrión de plumas marrones con manchas blancas y negras, viene a completar la tarea de orden y limpieza. No tengo bien en claro si me está esperando desde temprano, apostado como un comensal furtivo entre las ramas del paraíso de la vereda; o se encuentra ocupado en sus menesteres ornitológicos y siente la obligación de suspender sus faenas -la edificación de un nido o la resistencia de un gusano- para que el piso reluzca con los primeros rayos del sol. Por el momento, su timidez rasante, como su veloz desconfianza, no han permitido que lo retrate con la alta definición exigida en estas redes: solo fotos movidas de una realidad común y corriente. Soy un Hanzel en apuros que sale al bosque suburbano y ve cómo sus migas, con ínfulas de GPS, se pierden en el camino y lo dejan recalculando.


HERNÁN SCHILLAGI