viernes, 27 de julio de 2018

Un poema y un libro



un lázaro más
 

en un pasaje poderoso de la novela
«el evangelio según jesucristo» saramago
muestra a un resucitado lázaro que de nuevo 
cae inerte al piso así el hijo de dios se arrodilla
ante el cuerpo sabe que tiene el poder divino
de pronunciar las palabras las sílabas
las letras imperativas para que una vez más
logre levantarse y andar como si nada
pero en ese preciso momento maría
la de magdala pone su mano en el hombro
para decir «nadie en la vida tuvo tantos pecados
que merezca morir dos veces» la ficción
de este modo quiere ser realidad sagrada
sonidos concretos que salen de una boca
ajena donde el verdadero castigo
es parecerse a otro silencio tenaz
eterno y sin rostro que mira desde arriba


HERNÁN SCHILLAGI, de «Castillos sonoros» (inédito)

miércoles, 18 de julio de 2018

Un poema de ceremonia




cuento de hadas


otro libro del que quisiera hablarte
parece una pieza de relojería cada página
es un minuto que le ganamos a la muerte
tan preciso como los pasos de esa mujer 
de luto que camina hacia el cementerio
con ortigas en la mano en vez de flores
y repite y repite palabras para su soledad
de frío y manchas en el techo pero las espinas 
no duelen curan porque el daño es un atajo 
para que suceda el ritual cifrado de ser otro otra 
una madre que la razón niega sin embargo
los disfraces que da la locura son el abrigo 
para provocar el encuentro de una hija 
y su fantasma de una vida y sus secretos
donde un carnaval de muecas se descubre
y deja caer la última de las máscaras


HERNÁN SCHILLAGI, de «Castillos sonoros» (inédito)

lunes, 9 de julio de 2018

Ladrón de mi cerebro




Son pocas las sorpresas que a un pueblerino le pueden ofrecer sus veredas rotas y levantadas, sus árboles añosos y mal podados, su arquitectura baja y deslucida. Más allá de algún tropiezo inusitado, uno camina y camina con las boletas en una mano y con el corazón en la otra, tratando de que la vista se anime a dar un salto o, al menos, se desvíe de una rutina de planicie y pavor. Tal vez, las paredes rayoneadas sean una posibilidad sin arte, pero con precisión. Cuando mi mamá me llevaba a la escuela primaria, un grafiti de caligrafía firme prometía: «Seremos como el Che». Mi cabeza de niño no podía entender los meandros históricos y políticos del mensaje; pero una cuadra antes, ya ansiaba verlo, leerlo y darle forma silenciosa en mis labios a ese futuro simple. Luego, ya en mis veinte, cerca de la cancha, había otro que profanaba una pared de estilo colonial: «Chaca, ladrón de mi cerebro». Aquí sí sabía quién era el Chacarero, la referencia ricotera cargada de fanatismo, además de los magros resultados deportivos en el ascenso nacional que le trastornarían la cabeza a cualquiera.

«Y la ciudad, ahora, es como un plano / de mis humillaciones y fracasos…», gustaba comentar Borges de Buenos Aires. Sin embargo, toda urbe pequeña, o pueblo grande (que no es lo mismo, aunque se parecen), vive en «modo selfie» continuo; es decir, con la mirada puesta en uno mismo en primerísimo plano. Así, nos conocemos en escala 1:1 los detalles más escabrosos, nos contamos hasta la última de las costillas y se nos borronea el resto. Pues bien, hace unas semanas, alguien subió a las redes sociales una fotografía tomada por un dron, ese vehículo aéreo comandado a distancia; un juguete que los nenitos de mi generación ochentera hubiésemos dado un brazo por tenerlo. La foto en cuestión retrataba el festejo popular por un triunfo de la Selección en el Mundial de Fútbol. El resultado fue revelador y confuso, una conmoción efímera de belleza inesperada que me llevó a decir: «Esto no se parece a mi ciudad…». El dron te mejora hasta la cara del más feo, pensé, como también transforma la mirada que teníamos de las cosas. El valor de lo precario se sustenta en la lejanía, como esos rockeros veteranos que tienen un «buen lejos» solo en el escenario.

Traigo a la memoria las panorámicas del puente de Brooklyn, las tomas nocturnas de la Torre Eiffel, o aquella desde el Támesis para mostrar una Londres majestuosa. Insisto, los pueblerinos no estamos acostumbrados a esas postales, nos quitan el aliento tanto como nos dejan afuera. Por lo tanto, el dron, al borrar todo pormenor inconveniente, te roba también una parte del cerebro, esa que nos advierte de las decepciones y la frustración. «Una mirada desde una alcantarilla / puede ser una visión del mundo...», decía Alejandra Pizarnik; en qué consistirá, entonces, la rebelión de mirar lo cotidiano sin engañarse. Amar lo conocido y transitado con sus defectos más ominosos. Quiero una herida que no sea la calle donde nací.



HERNÁN SCHILLAGI