martes, 24 de abril de 2012

Continuidad de los fraudes




            Ser engañado es la confirmación de que el azar no existe. Algún día nos tiene que tocar. Por eso, cuando me enteré por el mayordomo de que mi mujer tenía un romance con el apoderado, entendí que el destino empezaba a escribir con tinta indeleble para ensuciarse, por fin, las manos.

            Siento ya sus pasos. Debe haber pasado la sala azul y subido por la escalera alfombrada. Puedo imaginar que todavía le arde el chicotazo de la rama en la cara. Puedo ver que el puñal le tiembla en la mano, como también puedo adelantarme unas páginas y saber qué va a continuar en la historia. Miro el parque y las hojas. Los buenos lectores somos más tramposos que los amantes furtivos.


HERNÁN SCHILLAGI

miércoles, 18 de abril de 2012

Un poema para las nieves del tiempo



el origen de las ficciones cotidianas


me puse de costado frente al espejo
del baño y la vi se erguía desafiante
hacia lo último del parietal izquierdo
sí una cana la primera irrumpía
como un rayo en la noche de mi cabeza

no lo dudé mucho pensé en ese escrito
de borges en el que toma un puñado de arena
y lo deja caer mientras dice
«estoy modificando el sahara»

así que con el índice y el pulgar
la arranqué sin piedad el tirón
fue débil pero duradero
como el comienzo de una idea

cuando el dolor ya había terminado
pronuncié «estoy modificando la realidad»


HERNÁN SCHILLAGI

miércoles, 11 de abril de 2012

Lo que callan los espejos


           

            Entran los dos al ascensor. La puerta se cierra con un chasquido que corta el aire y abre el silencio. Se miran con rapidez y agradecen que el espejo sea una excusa para no hablar. Ahora son cuatro y son dobles las palabras a punto de decir, pero no salen. Tienen miedo de que el reflejo haga de sus frases un guante reversible. Que uno diga «Roma» y el otro escuche «amor», por caso. O peor, que una boca forme la palabra «sube» la suelte y que, por efectos de la velocidad comprimida, llegue a los otros oídos como «beso». Es el espejo el que no deja que se hablen.

            Por eso nunca fue tan oportuno este corte de luz en toda la ciudad.


HERNÁN SCHILLAGI

miércoles, 4 de abril de 2012

De los Portones al Arco, Duodécima entrega


Duodécima entrega:



            La carpa del amor

           
            Camina Juano en la ruta. No sabe lo que le espera. Atrás queda la Aurorita. Atrás, una carretela. Atrás, también, muy atrás: el Chevy de los Camacho, el Gordini y el camión. Camina Juano en la ruta. Busca una mujer y un auto. No sabe lo que le espera, de los Portones al Arco.

            Cada vez está más cerca de su ciudad, San Martín. Sin embargo, los pasos se le hacen lentos, ya que una persona no llega simplemente a su lugar natal, sino que entra en él. A la orilla de la ruta ve que se alzan unas carpas verdes y blancas. Una fila de camionetas y unos caballos. Los gitanos.

            Diez años pasaron desde que había recuperado el Ami 8. Cuando Juano recibió una pequeña herencia de su abuela, comenzó la búsqueda desesperada del auto. Encontraba modelos parecidos, o le ofrecían algún 3CV todo abollado, pero lo que Juano buscaba era la felicidad rodante que alguna vez vivió con su familia. Hasta que lo encontró hecho despojos en una playa de unos gitanos cerca de Palmira y le hizo una última promesa: «No te voy a dejar ir otra vez», y se le llenaron los ojos de lágrimas. Juano siempre le contaba a Santi que había entrado a la carpa de los gitanos venciendo el miedo que la madre y las vecinas del barrio le habían metido en el corazón. Lo había detenido una mujer enorme que revoleaba sus trenzas mientras decía que no con la cabeza. «Antes dame tu mano, morocho», le dijo. Entonces, Juano extendía la izquierda y la gitana le vaticinaba que estaba por hacer el negocio de su vida, que iba a viajar mucho, pero que se cuidara de la columna, y que una pelirroja hermosa lo iba a volver loco. El Ami era el gran negocio. No se quedaba quieto desde que era vendedor ambulante. A cuántos le dolerá la espalda luego de montarse todos los días a un micro y cargar con un bolso. Pero cuando se dio cuenta de que Gala era la mujer de sus insomnios, sintió que la adivina había fallado. Gala era castaña. Hasta que una tarde, él fue a visitarla y lo recibió una colorada recién teñida de rulos que le hizo perder la poca cordura que le quedaba. Cosas del destino o pura casualidad que le dicen.

            Sin embargo, el azar es caprichoso y reiterativo. Por eso ahora le sale al paso una mujerona muy parecida a la gitana anterior. Como si fuera una prima lejana con trenzas y todo.

            —¿Qué buscás vos, señor?
            —¿No le gustaría comprarme unas tabletas? Son de alcayota fresquita.
            —¿Querés que te eche una maldición por siete generaciones?
            —Tiene razón. ¿No me da poco de agua?—y abre los ojos como dos monedas de terciopelo negro—¿Y un sanguchito de mortadela?
            —Morocho lindo, mirá que sos zalamero.
            —Prefiero de mortadela, porque el salame me cae pesado.
            —También sos un huevón desagradecido—dice la gitana—, pero voy a ver qué tengo.

            Juano mira el corral con los caballos. Todos overos. Ve la fila de las F-100. Todas blancas.  Al rato vuelve la mujer con una botella de plástico y algo alargado envuelto en diario. Se ha cambiado el vestido y el escote deja ver unos pechos enormes que están a punto de dar un salto mortal. Un niño de unos seis años la acompaña.

            —Acá tenés, negrito. Comé tranquilo.

            Juano toma la botella y en dos tragos la termina. La gitana se inclina para darle el sánguche y Juano siente que sus ojos son dos monedas oscuras que no deberían entrar en esa alcancía. Apura la mortadela y se atraganta. Empieza a toser y se pone violeta. Entonces la mujer, mientras le palmea la espalda, manda al niño en romaní a buscar más agua.

            —Es que estoy apurado, señora—le dice Juano entrecortado—. Me tengo que ir ya.
            —No seás tonto. Quedate con gitana linda y te adivino la suerte.

            En eso entra el niñito corriendo, pero no está solo. Lo acompañan dos hombres de camisa desprendida que echan espuma por la boca. «Estarán ahogados con la mortadela como yo», piensa Juano. Los gitanos empiezan a gritarle palabras extrañísimas y uno de ellos lo abraza por la espalda. «Estos deben saber primeros auxilios. Estoy salvado», se alegra para sus adentros. Hasta que el más grandote de los dos junta los puños y los estrella contra la cabeza del vendedor ambulante. Juano mira hacia los lados, traga la mortadela y dice: «Las F-100 y los caballos, todos negros». Y cae al piso de tierra.


HERNÁN SCHILLAGI



Soundtrack: Yo soy gitano, por Sandro