Sufro al manejar. Mejor dicho, ir al volante de un automóvil me genera fastidio, cansancio y una concentración excesiva de cirujano con Parkinson. Cada pedal apretado es un corte de bisturí a la piel del asfalto. Cada luz o cambio de velocidad, una sutura desprolija. De este modo, niego la herencia familiar de un abuelo chofer de micros que llegó a hacer viajes temerarios en coche hasta el otro lado de la cordillera. Por eso es que, cuando me bajo del auto, en mi cuerpo se ha dado una batalla sorda a los gritos. Servicial ante nadie, derrotado ante todos: manejo a pesar de mí, ya que me ofende de modos inexplicables. ¿Será que prefiero ser de los que miran el paisaje y fantasean con que son transportados a otras dimensiones? ¿Seré un rockstar en desgracia que ha perdido su limousine? ¿Por qué no me sucede como a Fabián Casas en sus poemas?: «Acelerás despacio, / el aire en la cara te reconforta…», para preguntarse luego: «¿Qué es lo que hace / que una vida funcione y avance?». Estoy seguro de que el poeta es de esos conductores presuntuosos que guían solo con la derecha, y la izquierda la llevan colgando por la ventanilla para ofrecerla al sol de la ruta. Hago giros a diestra y siniestra, bajo y subo las luces, abro puertas para cerrarlas después, freno y avanzo. En fin, conducir y conducirse. «Primero hay que saber sufrir, / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento…», decía el tango. No puedo dejar de pensar, entonces, que esos versos son las más certeras lecciones de manejo que jamás se han escrito.
HERNÁN SCHILLAGI