viernes, 26 de febrero de 2016

Un poema en pantalla chica





película para televisión



un equivalente apenas un remedo de grandiosa
ficción transmitida en veinte o más pulgadas
porque nadie nace para llegar solo
hasta ahí un tiro corto sin confianza
que viene a decirnos «las aventuras están afuera
pero mejor quedate quieto en tu casa»

esta es una historia que no ha merecido  
primeros actores marquesinas una sala a oscuras
ni una producción acorde al dolor
y su cuantioso tamaño esta es una cinta enlatada
que surge al final de una siesta de domingo
y se enciende en secreto sin forma clara
ante unos ojos que lo han visto todo
pero igual se les corre el maquillaje barato


HERNÁN SCHILLAGI

domingo, 7 de febrero de 2016

El fin del lector





Un día te levantás, vas hasta la cocina y preparás el mate. Abrís la ventana para que entren las luces del amanecer, te sentás y oís que el agua entra en hervor. Te cebás el primero como si fuera una «selfie» interna: la infusión, en un solo click, te abre los ojos, alerta tus oídos y te devuelve la motricidad fina. Ya estás listo para mirar al mundo y sonreírle a la cara. Calculás que todo sigue igual, igual de bien. Pero sucede algo inédito, impensable, casi contra natura: no tenés deseos de leer. De leer libros en papel, esos objetos fosilizados, descoloridos y en «mute» perpetuo. Lo dicho: ya no te atraen.

La distopía de un mundo sin libros se te viene a la cabeza. Sos una Sarah Connor en llamas que se aferra al alambrado de la literatura antigua. Hacés un paneo por la sobrecargada biblioteca, das una vuelta por el revistero, el diario se arruga en una silla hace días. ¿Querés ser como esos trogloditas que gastan fortunas para escuchar música en discos de vinilo plagada de frituras y que no saben ya dónde meter tanto packaging? Sin remedio terminás en la tele con el informe del tiempo que te habla de un futuro de tormentas. Chequeás los mensajes que te enviaron cuando dormías, prendés la computadora y te calzás los auriculares para recibir una música lejana y comprimida. ¿Es posible perder, luego de más de media vida, uno de los hábitos más nobles, placenteros e íntimos que existen? Noé Jitrik: «¿Por qué suponer que la gente que pasa por la calle son lectores? Probablemente sepan leer, pero no necesariamente son lectores en el sentido literario de la palabra…». De este modo, Jitrik habla desde la noción que tiene el mercado de nosotros, para así vendernos libros como si fueran pañales: bebés, niños, adultos. Pero, además, nos advierte que un lector se crea con cada libro y ese es otro desafío. Sin embargo, qué lector se constituye (y construye) desde lo digital. Hago esta especulación, no porque me haya sucedido aún del todo, sino porque tengo la seguridad de su palpitante amenaza. ¿O acaso no vivimos atados a la angustia de perder nuestros dispositivos electrónicos?

Recuerdo –a modo de manotazo de ahogado– una primavera de comienzos del siglo: llevaba a mi pequeña hija en el cochecito hacia la plaza del barrio. Sus chillidos nonatos raspaban la tranquilidad de la siesta provinciana. Una vecina salió y me gritó: «Alzala, desgraciado». Pero yo continuaba empujando inalterable. Un padre primerizo tiene sus métodos y su dignidad. Por otro lado, sabía que más de un tesoro iba sobre esas ruedas de goma. Llegué por fin hasta el banco que se encontraba bajo un olmo todo embichado. La nena ya dormía. Saqué del compartimento inferior una tela para protegerla del sol y se descubrió, también, un libro. Con una mano mecía el sueño inocente y con la otra sostenía una lectura encendida, donde un grupo de seis desconocidos recorría la ruta sobre un 2 CV en una situación extrema: la Península Ibérica se había desprendido de Europa y andaba flotando a la deriva por el Atlántico. La gente pasaba y veía a un padre conectado, tanto a las palabras como a su descendencia.

Así, «La balsa de piedra», del portugués José Saramago, venía a mostrarme un espacio tan privilegiado como expuesto: leer, pero a la vista de todo el mundo. En los micros, en los consultorios, en el banco, en los viajes largos, en la plaza. La lectura pública es un acto exhibicionista que a nadie se le ha ocurrido prohibirlo, por el momento. Hay algo de obscenidad en el gesto, por anacrónico, por desconectado, por incomercializable (si existe el término).  ¿Qué es lo que muestra de nosotros, entonces, la lectura a la intemperie? El libro se convierte en un amuleto racional, en un talismán al alcance de la mano y, también, en una medalla de dudoso valor. La curiosidad siempre nos puede y queremos saber, irrefrenablemente, qué está leyendo el otro. Aguzamos la vista, torcemos la cabeza en una contorsión imposible, tratamos de adivinar –a partir de un puñado de letras– el título y el autor. Solo así podemos seguir tranquilos nuestro viaje.

¿Será nuestro fin, por lo tanto, comenzar a transmitir por ostentación y descaro el discontinuado acto de la lectura «en físico»? Apestar un modo retro de leer en la vereda de un minimarket, en la playa de estacionamiento, a la salida de la escuela, logrará despertar la insaciable curiosidad tecnológica de las (no tan) nuevas generaciones. Los distintos exterminadores viajan adentro de nuestros bolsillos; son rubios, de ojos claros y se la pasan estirando su mano para decirnos: «Sígueme, si quieres vivir». En Rumania ya no pagás el pasaje del micro si hacés el recorrido con un libro abierto. Es evidente, hay viajes literarios que son imposibles de cobrar.  


Menciones

-Saramago, José. “La balsa de piedra”. Alfaguara, Madrid, 2001.
-Jitrik, Noé. En “El lector no existe”. Entrevista por Alejandra Crespín Argarañaz, La Gaceta, 02/02/2016.