Un
día te levantás, vas hasta la cocina y preparás el mate. Abrís la ventana para
que entren las luces del amanecer, te sentás y oís que el agua entra en hervor.
Te cebás el primero como si fuera una «selfie» interna: la infusión, en un solo
click, te abre los ojos, alerta tus oídos y te devuelve la motricidad fina. Ya
estás listo para mirar al mundo y sonreírle a la cara. Calculás que todo sigue
igual, igual de bien. Pero sucede algo inédito, impensable, casi contra natura:
no tenés deseos de leer. De leer libros en papel, esos objetos fosilizados,
descoloridos y en «mute» perpetuo. Lo dicho: ya no te atraen.
La distopía
de un mundo sin libros se te viene a la cabeza. Sos una Sarah Connor en llamas que
se aferra al alambrado de la literatura antigua. Hacés un paneo por la
sobrecargada biblioteca, das una vuelta por el revistero, el diario se arruga
en una silla hace días. ¿Querés ser como esos trogloditas que gastan fortunas
para escuchar música en discos de vinilo plagada de frituras y que no saben ya
dónde meter tanto packaging? Sin remedio terminás en la tele con el informe del
tiempo que te habla de un futuro de tormentas. Chequeás los mensajes que te
enviaron cuando dormías, prendés la computadora y te calzás los auriculares
para recibir una música lejana y comprimida. ¿Es posible perder, luego de más de
media vida, uno de los hábitos más nobles, placenteros e íntimos que existen? Noé
Jitrik: «¿Por qué suponer que la gente que pasa por la calle son
lectores? Probablemente sepan leer, pero no necesariamente son lectores en el
sentido literario de la palabra…». De este modo, Jitrik habla desde la noción
que tiene el mercado de nosotros, para así vendernos libros como si fueran
pañales: bebés, niños, adultos. Pero, además, nos advierte que un lector se
crea con cada libro y ese es otro desafío. Sin embargo, qué lector se
constituye (y construye) desde lo digital. Hago esta especulación, no porque me haya
sucedido aún del todo, sino porque tengo la seguridad de su palpitante amenaza.
¿O acaso no vivimos atados a la angustia de perder nuestros dispositivos
electrónicos?
Recuerdo –a
modo de manotazo de ahogado– una primavera de comienzos del siglo: llevaba a mi
pequeña hija en el cochecito hacia la plaza del barrio. Sus chillidos nonatos
raspaban la tranquilidad de la siesta provinciana. Una vecina salió y me gritó:
«Alzala, desgraciado». Pero yo continuaba empujando inalterable. Un padre
primerizo tiene sus métodos y su dignidad. Por otro lado, sabía que más de un
tesoro iba sobre esas ruedas de goma. Llegué por fin hasta el banco que se encontraba
bajo un olmo todo embichado. La nena ya dormía. Saqué del compartimento
inferior una tela para protegerla del sol y se descubrió, también, un libro. Con
una mano mecía el sueño inocente y con la otra sostenía una lectura encendida,
donde un grupo de seis desconocidos recorría la ruta sobre un 2 CV en una
situación extrema: la Península Ibérica se había desprendido de Europa y andaba
flotando a la deriva por el Atlántico. La gente pasaba y veía a un padre
conectado, tanto a las palabras como a su descendencia.
Así, «La
balsa de piedra», del portugués José Saramago, venía a mostrarme un espacio tan
privilegiado como expuesto: leer, pero a la vista de todo el mundo. En los
micros, en los consultorios, en el banco, en los viajes largos, en la plaza. La
lectura pública es un acto exhibicionista que a nadie se le ha ocurrido
prohibirlo, por el momento. Hay algo de obscenidad en el gesto, por anacrónico,
por desconectado, por incomercializable (si existe el término). ¿Qué es lo que muestra de nosotros, entonces, la
lectura a la intemperie? El libro se convierte en un amuleto racional, en un
talismán al alcance de la mano y, también, en una medalla de dudoso valor. La curiosidad
siempre nos puede y queremos saber, irrefrenablemente, qué está leyendo el
otro. Aguzamos la vista, torcemos la cabeza en una contorsión imposible, tratamos
de adivinar –a partir de un puñado de letras– el título y el autor. Solo así
podemos seguir tranquilos nuestro viaje.
¿Será nuestro
fin, por lo tanto, comenzar a transmitir por ostentación y descaro el discontinuado
acto de la lectura «en físico»? Apestar un modo retro de leer en la vereda de
un minimarket, en la playa de estacionamiento, a la salida de la escuela, logrará
despertar la insaciable curiosidad tecnológica de las (no tan) nuevas generaciones. Los distintos exterminadores
viajan adentro de nuestros bolsillos; son rubios, de ojos claros y se la pasan
estirando su mano para decirnos: «Sígueme, si quieres vivir». En Rumania ya no
pagás el pasaje del micro si hacés el recorrido con un libro abierto. Es
evidente, hay viajes literarios que son imposibles de cobrar.
Menciones
-Saramago, José.
“La balsa de piedra”. Alfaguara, Madrid, 2001.
-Jitrik, Noé. En “El
lector no existe”. Entrevista por Alejandra Crespín Argarañaz, La Gaceta,
02/02/2016.