Leer otra vez un libro es un hecho peligroso, un acto de doble impiedad.
El primer riesgo, qué duda cabe, es descubrir y constatar que esa historia que
nos había deslumbrado, conmovido y la atesorábamos como un talismán secreto no
era para tanto. En fin, que aquello que nos parecía iluminador, ahora apenas
disimula el lugar común, que la prosa se volvió un plomo o, lo que es peor, demasiado
lavada, que la magia que atravesaba sus páginas se esfumó sin aviso. Releer,
entonces, puede convertirse en una vuelta obligada de las vacaciones, porque
nos han llamado para decirnos que entraron a robar a nuestra casa.
Sin embargo, existe otra dificultad, esa que todo esfuerzo trae consigo:
sentirse desarmado por una historia que habíamos interrumpido tiempo atrás y
que, ahora, se nos ha vuelto imprescindible. La intemperie que le llaman.
Hace unos años comencé a leer la novela «Papá», del escritor argentino
Federico Jeanmaire y la abandoné cerca de la página 40. Chau, a otra cosa. Nunca
he sentido culpa por dejar un libro; luego de un par de arremetidas cargadas de
esperanza, si la historia no sale del pantano prefiero pasar al que sigue. En
una época en la que vamos saltando de link por vez, porque siempre puede haber
algo más interesante en otra ventanita, nadie debería azorarse por este gesto
desalmado. Conocida es la anécdota de Borges en la que les aconsejaba a sus
alumnos que dejaran el libro si les aburría: «La lectura debe ser una de las
formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz…». Claro, en
el medio se murió mi propio padre y mi mano fue hasta la biblioteca como si buscara
un salvavidas. Ahí estaba la novela de Jeanmaire flotando en los estantes más
altos.
El resultado de esa experiencia de lectura, por supuesto, fue completamente
distinto: de un interés tibio, pasé a leer palabra por palabra como si sostuviera
una brasa ardiente. Mis ojos febriles acompañaron a ese narrador/hijo que
intenta retratar, entre disputas, a un progenitor un tanto particular: militar
de carrera y dos veces intendente de gobiernos de facto. Jeanmaire compone cada
oración de «Papá» como una posibilidad para entender: «Escribo porque el hombre
es el único animal que escribe y porque, además, nunca pude comprender cómo es
que hacen los hombres que no escriben para velar su propia conciencia de la
muerte…». Qué injusto había sido en abandonar esta novela. O mejor dicho, yo me
había atrevido a leerla en medio de una tormenta.
En resumen: leer, releer, escribir. Las letras de molde no cambian sobre
las páginas, los mutantes somos nosotros. Pero qué sucede con la reescritura. Reverenciada
por los autores para lograr el punto justo de lo que quieren expresar y así alejarse
de los borradores iniciales, la reescritura no es otra cosa que la literatura.
Nadie disfrutaría de un plato con la cocción dudosa, como tampoco de una casa con
los hierros y las astillas a la vista. En la serie de ciencia ficción «Travelers»,
los humanos creaban una inteligencia cuántica capaz de enviar sus propias conciencias
a través del tiempo a personas en el siglo XXI. Estos Marty McFly cerebrales
asumían la vida de otros, de quienes se conocía el momento exacto en que iban a
morir, para luego realizar con ese cuerpo misiones secretas y evitar un futuro apocalíptico.
Cuando uno de los viajeros era descubierto, el equipo estaba obligado a
«reescribir» su memoria, es decir, borrar y modificar a conveniencia cualquier desprolijidad
que ponga en riesgo la linealidad temporal.
Destinado a leer y releer mi pasado, ¿será por eso que me empeño ―texto tras texto― en reescribir a mi papá? Novelas
donde es un villano sin mucha vocación, poemas en que compartimos las cargas,
cuentos que le dan una voz de espanto a la ternura. Para soportar «de palabra»
su recuerdo, necesito un equilibrio; como si un empate sobre la hora y en
posición adelantada fuera discutido eternamente en todas las formas conocidas.
Quizá reescribir sea otra posibilidad para comprender, un engaño a puertas
abiertas, sin altura ni mucha franqueza, pero con una intensidad dolorosa que
mantiene vivo un diálogo de un hijo con su padre desfasados en el tiempo. Finalmente,
el mismo Jeanmaire arriesga una respuesta misteriosa y precisa: «Cosa rara el
amor. Casi imposible de escribir».
HERNÁN SCHILLAGI
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