martes, 26 de agosto de 2014

Las barbas del diablo



«Que promueve o favorece la acción química de la luz», esa es la definición más certera de «fotogénico». Porque sí, señores, el secreto mejor guardado de todo escritor en ciernes es salir favorecido en las fotos como lo hacía Cortázar. Con el pucho en la boca, barbudo hasta la licantropía, cruzando una calle porteña o columpiándose bajo el cielo mendocino; el gran Julio tiraba facha a cuatro motores. Como si fuera un demonio anfibio recién escapado de Hollywood hacia las aguas de la literatura. Una vez restregados los ojos por el fogonazo hipnótico, los lectores no podemos creer que la maravilla fotográfica se continúe en movimiento sobre el lomo de las hormiguitas de las letras: cuentos geniales, novelas de laboratorio, prosas juguetonas y poemas sin grandilocuencia. El «veneno» es tan grande que ni la máquina del tío Carlos y su humo asesino pueden contrarrestar. Entonces, la sentencia está escrita: leer a Cortázar es hacerse amigo a los saltos del diablo, ya que los pecados de la envidia, la ira y la lujuria se activan en cada una de sus páginas, de sus fotos. Lo extraño es que una vez sorteados estos obstáculos condenatorios, como en la rayuela, solo nos espera el cielo más diáfano e inquietante.



HERNÁN SCHILLAGI

domingo, 24 de agosto de 2014

El peso de Borges


Todo el que me conoce sabe que soy un editor artesanal hace más de una década. Pequeños libros de poesía –propios y ajenos- han pasado por mis manos, más precisamente por las yemas de mis dedos, para plegar hoja por hoja, marcar las solapas, doblegar cada lomo, encolar hatos de infinita poesía emergente y abrochar los bordes de un sueño lúcido. El paso final es llevarlos a la imprenta para refilar los cantos con la guillotina. Sin embargo hay un penúltimo escalón antes de que los libritos pierdan la cabeza del todo: como las tapas quedan algo bolsudas y combadas por el pegamento, bajo de mi biblioteca los cuatro tomos de las Obras Completas de Jorge Luis Borges y se los tiro encima durante toda la noche, porque «Volverá toda noche de insomnio: minuciosa. / La mano que esto escribe renacerá del mismo / vientre…», dice cíclicamente el autor. Así, la presión borgeana aplasta -a punta de puñal, espejos, laberintos, haikus, tankas, milongas y sonetos- toda una producción tan autogestiva como inesperada (en el sentido de que nadie espera un poemario ignoto). Pero quiero pensar que la alucinante prensa improvisada de cada uno de los tomos filtra en la oscuridad y alinea, sin imposiciones, un universo naciente de estrellas fugaces, aunque cargadas siempre de los deseos más luminosos.



HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 9 de agosto de 2014

Querido diario expuesto






¿Cuántos habrán llegado a la escritura por intriga y exposición? A los 10 años fantaseaba con dos situaciones temporales opuestas. La primera fue motivada por la vuelapeluca Volver al futuro: yo mismo, pero muchos años mayor, me le aparecía al niño Hernán para contarle un hecho revelador (sé que también hay un cuento de Borges que recrea este motivo, aunque con menos efectos especiales). La segunda, más ominosa y cursi, llevar un diario íntimo para narrar los vaivenes del cotidiano vivir preadolescente. Sin embargo me choqué con dos verdades indisimulables: que viajar en el tiempo era (y es) imposible, como también que escribir en un diario con tapas de hule y un candadito primoroso era (y es) para maricones.

Pero la curiosidad me estragaba. En los recreos, mientras le metía piedras al autito de plástico soplado para que corriera más derecho, observaba cómo mi prima se reunía en cónclave con las demás compañeras. Se escuchaba un «click» liberador y las risas contenidas no tardaban en sacarme de eje. Las dos veces que me quise acercar, las chicas cerraron el pequeño cuaderno de un golpe y huyeron hacia ese territorio inaccesible llamado «El baño de mujeres». Así llegué a una conclusión bastante acomodaticia: «Esto no es para mí, es de nenas». Entonces me puse a maldibujar historietas donde los valerosos héroes siempre estaban, sin mucho esfuerzo, en el lugar indicado. Aunque una tarde helada mientras jugaba a la pelota en el patio, un morocho barbudo y vestido de negro, bajó del pino y, con una voz más parecida a mi papá que a otra cosa, me sentenció: «En el futuro vas a tener un blog». Todavía sorprendido por la aparición me animé a preguntarle qué era eso. Escupió unas espinas de la boca y me dijo (me dije): «Es como un diario íntimo a la vista de todos. Más no te puedo revelar, pibe». Le costó trepar de nuevo y se fue tosiendo por entre las ramas. No sé por qué sentí una vergüenza que me hizo arder las mejillas.

El tiempo pasó, cambió el siglo y las tecnologías posibilitaron el milagro de que un «click», ahora por duplicado, abriera fronteras insospechadas, en vez de candados de juguete. Pongamos que hablo de Internet. De este modo, no tardé en tener una cuenta de correo electrónico y, allá por el año 2004 -en otra tarde helada de agosto- habilité un blog. Sí, un diario virtual que permitía el acceso a su lectura tanto a propios como a extraños. La contradicción era fenomenal: exponer cuestiones de la vida, miserias varias, dudas existenciales, aburridísimas acciones laborales para que, encima, alguien a lo lejos y sin dar la cara te dejara un comentario para apoyar, censurar o burlarse de lo publicado. Por eso el anonimato, en versión nickname, se impuso al comienzo. Así, hace diez años, le abrí paso a mi frustrado anhelo de escribir un diario íntimo bajo el alias de «Quebrantapájaros»

Nunca me sentí eso que llaman, espantosamente, un «blogger». Con 27 años, esta nueva protorred social no me encontró tan tierno. En el lomo ya cargaba con un libro de poesía editado y otro en camino. Al mismo tiempo, yo escribía cuentos desde siempre y había fundado un par de revistas en la facultad. Dudoso palmarés que, por suerte, a nadie le importaba en el mundo blogueril. Por lo tanto, administrar un weblog no requería demasiados conocimientos informáticos. Más allá de que las primeras plantillas tenían sus vericuetos y fórmulas complicadas –subir una foto era toda una odisea-, publicar una entrada o un post provocaba la sensación de las viejas polaroids: algo se fijaba instantáneamente y quedaba como un testimonio de la época. 

Más temprano que tarde descubrí que algunos se animaban a colgar poemas o prosas con aspiraciones líricas. No obstante, desde el principio me había propuesto escribir otra cosa que no sea poesía y ficción. Por un lado, porque las quería «preservar» del alocado mundo virtual; por otro, porque el oficio de escribir es muy solitario, a destiempo y hasta alienante. Así monté un laboratorio de redacción a pantalla descubierta, posteaba anécdotas atravesadas por la mirada literaria y con el humor como toda una novedad: autoentrevistas fatuas, microensayos ariscos, artículos de costumbres a lo Larra (¡con perdón!), minicrónicas indiscretas entre otras prosas ligeras, pero cargadas de intensidad electrónica.

Entre los comentaristas, como era de esperarse, aparecieron poetas y narradores que, con diversión y compromiso, dejaban su aporte a modo de taller de escritura tan virtual como virtuoso. Nadie pretendía imponerse sobre el otro y las correcciones se hacían «en vivo». Eso sí, había una brutal sinceridad al palo. Las experiencias individuales, entonces, empezaron a develarse con nombre, apellido, foto de perfil y los proyectos grupales tomaron cuerpo de revista. Así, los otrora bloggers (y amigos de carne y hueso) se convirtieron en redactores de El Desaguadero, un blog de poesía escrito por poetas. 

Sin embargo, como toda moda tecnológica, el blog fue cacheteado en primer lugar por otra más efervescente –el fotolog-, para luego ser desterrado por su pariente famoso –el facebook-. «¡Déjame con mis harapos! ¡son más nobles que tu frac!... », cantaba entre dientes y me resistía hasta salir en las fotos de mis conocidos por miedo a aparecer en esas vanidosas huestes (luego, por supuesto, caí con la excusa de que solo era para enlazar mis posteos). En el medio de esta crisis, yo había dejado Quebrantapájaros como una piedra flotando en el ciberespacio para mudarme a Ciudadeseo, donde allí sí mis poemas y microrrelatos se iban alternando con los demás artículos. La variedad barroca siempre me ha atraído. No estar cómodo con ningún género y ponerlo a disposición para que sea intervenido por otras miradas.

Finalmente, como vociferaba el viejo Walt Whitman: «Me celebro y me canto a mí mismo…», es cierto. Una década de tozuda actividad bloguera tiene que tener un sentido, al menos modesto. En tantos años de navegación me reencontré con gente, gané amigos entrañables, comenté con pasión los textos de otros, entrevisté a poetas admirados, reseñé libros alucinantes, probé registros impensados, junté material para un libro de ensayos, uno de cuentos breves, una novela por entregas y, cómo no, un poemario completo. Miles y miles de caracteres con sus espacios correspondientes para mejorar archivos de Word íntimos, vencer los prejuicios de la infancia y exponer a la luz esta historia secreta: un viajero cruza tortuosamente la realidad, sale de su oscuro encierro, ve lo que no tiene que ver y cuando se dispone a contarlo, ya no es el mismo. Así y todo, con la boca transfigurada se sienta a escribir hasta que no le da más el aire y la voz. El final, el final siempre lo termina el lector. 


HERNÁN SCHILLAGI