El domingo me rebané la punta del dedo índice de la mano izquierda. Un corte poco profundo, pero lacerante. Desde ese momento me lamenté al escribir en el teclado, al enjuarme la cabeza, sufrí para llevarle la mochila a mi hija, para subirme el cierre del pantalón, para frenar con la bicicleta. Hace días que veo estrellas de dolor en mis pequeños actos cotidianos.
Entonces se me vino a la cabeza
Bruce Willis, más precisamente su personaje inoxidable de John McClane en
Duro de matar. El tipo recibía trompadas, balazos en los hombros, caídas y raspones innumerables como si nada. Así, seguía firme y sin un “ayayay” que delatara su humanidad. Me sentí un pelele.
Cuando era chico y salía del cine luego de ver una del otro Bruce,
Bruce Lee, en el traspaso de la oscuridad de la sala a las luces de la tarde en la calle me creía, por un instante, el mejor de los karatecas. Entonces tiraba patadas a lo loco hasta que un correctivo materno me devolvía a mis tiernos y debiluchos 7 años.
Es que las ficciones se nos inoculan como si fueran analgésicos de efecto rápido, pero que pierden eficacia a la primera zancadilla de la realidad. ¡Ay! Yo no me las vuelvo a creer nunca más.