martes, 28 de diciembre de 2021

Vergüenza es leer


 

 

Mi primer recuerdo con la lectura es la vergüenza y me acompaña desde que mis ojos aprendieron a descifrar el alfabeto. Es así: a los 5 años, una tía abuela me había regalado para mi cumpleaños un libro de cuentos con unos gatitos que me miraban desde la tapa dura. No tengo memoria de qué trataba la historia, pero sé que me parecían estúpidos: los gatos y los libros. A tal punto de que escondí el ejemplar en un secreter que tenía mi ropero para no verlo nunca más. Intuyo que para mi mente infantil de principios de los 80 eso era «de nenas» y lo más alejado a jugar con una pelota.

 La madre de un compañero de primer grado me arruinó mi festejo de los 6 años cuando, en lugar de regalarme un autito de colección o el Ludo Matic, su paquete escondía «La vuelta al mundo en 80 días», de Julio Verne. Al abrirlo, no solo me dio bronca, sino que la cara de mi amigo estaba roja. Ni la palabra «perdón» podía pronunciar. Sin piedad, tiré el libro en el cajón de la mesita de luz que compartíamos con mi hermano mayor. Sin embargo, no sabía que en el mismo gesto de rechazo y pudor se había activado un mecanismo secreto.

 Así y todo, en mi casa se leía bastante. Los libros iban y venían de las manos paternas para luego desaparecer misteriosamente. Tan malo no podía ser eso de estar concentrado, pero sin hacer nada. Hasta que se abrió una puerta inesperada y mi viejo me pidió que lo acompañara al club del libro que quedaba en el centro. Allí descubrí la extraña metodología de préstamos y canjes. En un estante medio oculto, encontré un ejemplar de «El Principito». Había visto la serie animada por la tele y, además, las hojas venían con unas ilustraciones hermosas. El librero me apuntó con el dedo y dijo: «Tal vez para cuando seás más grande». Entonces, un nuevo sentimiento apareció: el desafío. Y me lo traje. A la semana siguiente no sabía qué hacer con esas páginas. No entendía ni una palabra de este pibe rubio que venía de otro planeta y le gustaba hablar con metáforas. El libro partió de mi casa con destino de trueque ilusorio y, una vez más, la vergüenza quedó escrita en mi frente.

 El tiempo, sin embargo, nos tiene siempre reservada una sorpresa y aquel dispositivo de papel guardado en un cajón, por fin estalló. Durante unas vacaciones entré a mi habitación y descubrí a mi hermano enfrascado en el ejemplar de «La vuelta al mundo…». Me dio celos y decidí en ese momento que quería ser lector. Uno siempre encuentra el deseo entre lo ominoso y la comparación. Además, si mi propio hermano ―que hacía poco me había revelado la verdad de los Reyes Magos y los padres― me decía que la aventura estaba entre esos papeles, tenía que ser cierto. Así, nos leímos todo lo que encontramos de la Colección Roja de Billiken con una pasión de entomólogos. Cada libro era un bicho para diseccionar, analizar, reconocer su veneno y volver a armarlo para que caminara o echara a volar. El problema es que, con los años, me enteré de que todas esas historias que me habían formado y dado una felicidad inmaculada eran meras adaptaciones infantiles de libracos del siglo anterior. ¿De qué «corpus literario» podía jactarme, entonces ante los demás?

            Con el correr de la tinta vinieron las lecturas obligatorias de la escuela y la tentación de los resúmenes, las falaces fotocopias anilladas que «matan» el libro ―como rezaba la leyenda―, las idas a la biblioteca a escondidas de mis compañeros de básquet, porque no podía confesarles que leer era mi verdadero deporte. La lectura me daba calor. Cómo podía explicar en plena adolescencia que había llegado tarde a un festejo, no por un corte de energía, sino porque me había quedado temblando a la luz de una vela sobre las páginas de «El túnel», de Ernesto Sabato.

 «Vergüenza es robar», decía mi abuela. Pero me había pasado media vida ruborizándome por una actividad que iba, sin escalas, del prestigio a la inutilidad. En esa época, yo todavía no conocía la frase de Borges que lo justificaba todo desde la falsa modestia: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído…». Ni Virgilio, ni Chesterton, ni la Divina Comedia habían pasado bajo mis pestañas. Para empeorar las cosas, tenía redactados un par de cuentos sin remate y un poema mal rimado, ¿de qué otra manera iba a sacar chapa de mis lecturas cuando pusiera un pie en la Facultad de Filosofía y Letras? Porque sí, aunque parezca contradictorio, quise seguir el profesorado de Lengua y Literatura, aunque primero hice un tristísimo año de Derecho; ya que ―por supuesto― me pareció deshonroso decir en mi casa que me iba a dedicar a leer, en lugar de estudiar.

 Por lo tanto, vergüenza es leer. Como la primera vez que leí un poema propio en público, o al comprobar que tardaba más tiempo que mis compañeros en terminar una novela. Ni hablar de la culpa que sentí cuando en una toma de la facultad alguien me hizo ver que la lectura era un placer de la burguesía. O en el preciso instante en que un alumno me miró con desprecio y lanzó: «Profe, yo odio leer».

 Finalmente, ¿dónde reside la nobleza de la lectura? «La primera certidumbre de un escritor es aprender a leer la vida de los otros, ser quien mira y también quien otorga sentido a lo que ve…», me avisa con lucidez María Teresa Andruetto. Es decir, leer para levantar la mirada y reflexionar, atravesar la selva de los renglones y los párrafos para ofrecer la sangre renovada, los ojos cada vez más alertas. Porque, hay que decirlo, hoy nadie se sonroja por estar leyendo sin parar en cuanta pantalla se le atraviese mientras la realidad, agitada y amenazante, le respira en la nuca.

 ¿Seremos capaces de establecer un «Día del orgullo lector»? Uno en el que saquemos pecho ante las adversidades y tengamos, justamente, vergüenza deportiva; esa que se impone cuando el partido ya está perdido por goleada, pero vamos hacia adelante con nuestras debilidades y torpezas, para que la derrota no solo sea digna, sino inolvidable

 

HERNÁN SCHILLAGI

 

sábado, 27 de noviembre de 2021

Un poema entre la nieve

 

santa rosa

 

«una hoja en blanco» decía mi madre
«así amaneció la primera vez que abriste los ojos

como una hoja sin nada escrito» me decía

en ese agosto oscuro del setenta y seis

en esa última semana cuando el invierno

anuncia su retiro pero guarda

bajo el poncho una tormenta final

un espectáculo de luz y sonido

que dejó marcas de sangre helada

en los brotes de los ciruelos

para que yo redacte desde aquel día

este frío sin resolver estas palabras

que se cortan y entierran bajo un rosal

a la espera de una fuerza extraña

que de pronto las haga crecer

 

HERNÁN SCHILLAGI, inédito

sábado, 30 de octubre de 2021

Un poema para que no se vuele

 




el mes de los vientos



no hay medida que registre
la velocidad del viento en la cabeza
cuando cada uno de los sentidos
se abre para ver pasar doler confundir
una escritura impresa en el aire
al ras del suelo y de las páginas
pero que busca elevarse en intensidad
para que el anemómetro gire gire
hasta la locura o la revelación y diga no hay
agosto donde una ráfaga no te mate
sin dejarte con vida no hay
un monstruo que no te despeine
lo negro de la tinta y los recuerdos
no hay tampoco medida registro ni control
cuando el hambre corre invisible
en las palabras que ya sabías
se las lleva como siempre el viento


HERNÁN SCHILLAGI, inédito

 


sábado, 23 de octubre de 2021

Rockuerdos

  


Enero de 1985, camino con 9 años por Viña del Mar de vacaciones con mi familia. En el centro, en la feria, en la playa suenan las canciones de "Piano bar". Ese verano hubo un terremoto que se sintió en ambos lados de la cordillera de Los Andes. Charly García, un temblor parecido a la felicidad. Las réplicas siguen hasta hoy.

sábado, 24 de julio de 2021

La voz del exterior

 

 

Grande fue mi sorpresa cuando hace más de una década me enteré de que la voz de Súper Hijitus no era lo que yo creía desde la niñez. No solo me parecía extraño que un indigente (vivía en un caño y no tenía ni para zapatos) fuera amigo de un comisario y defendiera los intereses de los ricos; sino que, además, su dicción me resultaba nerviosa, apretada hasta lo artificial. García Ferré, su creador, probó de todas las maneras para encontrar el tono adecuado. Hasta que se le ocurrió acelerar la cinta de audio donde el doblajista Néstor D’Alessandro registraba los diálogos. Un héroe y su voz infantil habían nacido.

            Por lo mismo, cuando la omnipresente aplicación de Whatsapp anunció que iba a ofrecer un acelerador de audios, recordé sin asombro al salvador de Trulalá y su fraseo algo cocainómano. Hice la prueba: con timidez apuré un primer audio que sobrepasaba los dos minutos a «1,5 x», para escuchar a un amigo que narraba con el corazón en carne viva sus desgracias de la semana. Aún convaleciente de una enfermedad, se le había roto el auto, la computadora y el lavarropas. Entre risas, casi le respondo como Larguirucho: «Hablá más fuerte que no te escucho». Es decir, una aplanadora virtual había arrasado con el enojo, la amargura y la resignación para devolverme solo un puñado de palabras agitadas. Eso sí, me había ahorrado unos treinta segundos de mi preciado tiempo.

¿Por qué hay gente que envía audios tan largos?, pensé. Víctimas de oradores de bolsillo en los chats grupales, de jefes o directivos que no cierran la idea, de anécdotas o explicaciones insulsas, de madres contrariadas o de alumnos vacilantes; cada vez que leíamos la frase «grabando audio», nuestros ojos se ponían en blanco y solo anhelábamos que todo pasara con rapidez. Como de oír sea trata, justamente, nuestros deseos han sido escuchados. «Mereces lo que sueñas», susurraba Gustavo Cerati en una canción.

 Hace ya décadas que el cuerpo se nos acostrumbró a experimentar la realidad con un pantalla de por medio. Los dispositivos táctiles solo vinieron a sumar la ilusión de un tercer sentido a la castigada vista y al oído incauto. Con la alegre aparición de este acelerador de voz, ¿qué es lo que pretendemos ganar? Además, ¿qué sería eso «otro» tan importante que nos espera tras el punto final? Ya que pareciera que estamos apremiados por ir hacia una nueva distracción, hacia un chiste repetido, hacia una foto que no descarga, hacia el silencio. Quizá sea un truco para engañar a la muerte. Las catástrofes están a la vuelta de la esquina y solo tenemos prisa para avanzar.

 Pedro Salinas, un poeta español, escribió sin saberlo sobre los celulares y su uso: «Tú vives siempre en tus actos. / Con la punta de tus dedos / pulsas el mundo, le arrancas auroras, triunfos, colores / alegrías: es tu música…». El largo poema de 1933 se llama precisamente «La voz a ti debida». Por lo tanto, es probable que nos convirtamos en receptores que van camino a quedar en deuda con esa voz del interior que, en velocidad normal, está repleta de pliegues donde la pausa delata dudas, un suspiro aporta deseo y un tono alto nos anima a seguir. Salinas nos avisa más adelante: «La vida es lo que tú tocas…».

Finalmente, habitantes de una Babel precitada al barranco del tiempo y los compromisos fatuos, ¿qué es lo que vamos a tocar la próxima vez que, en una pantalla, un sistema de protección nos haga la pregunta de si somos una persona o un robot?

 

HERNÁN SCHILLAGI

lunes, 10 de mayo de 2021

Nuevas definiciones para un posible bloqueo de escritor






ESCRIBAR: filtrar las palabras hasta encontrar lo justo y preciso hasta la letra, el punto y la coma.

ESCRUBIR: escrutar lo redactado, examinarlo hasta rodearlo de indagaciones insoportables.

ES-CRACK-BIR: romper lo escrito con anterioridad y quebrar la lapicera/teclado/¿pluma?

ES-CRIC-CRIC-BIR: no se te ocurre nada y el silencio de la hoja en blanco acecha en medio de la noche.

EXCRIBIR: contentarse con lo publicado hasta el momento. Refritar, reeditar, ponerse un lubricentro.

ESCRIBIR: no hay remate.


HERNÁN SCHILLAGI