miércoles, 30 de enero de 2019

Dato por liebre

¿Por qué motivos andará desde hace días en mi cabeza una película y su título? Las imágenes se me aparecen sin aviso, algunos diálogos se forman en la boca de los actores, pero mi recuerdo los calla o los distorsiona. ¿Será porque encontré a mi hija adolescente viendo «Esperando la carroza»? ¿O porque la última peli de Luis Brandoni se está promocionando en estos días en un canal por streaming?

«Darse cuenta» se llama la película antigua, de Alejandro Doria, esa donde un pibe tiene un accidente y cae en un hospital público en plena dictadura. La tentación: buscar en el canal de videos algunos pasajes; sobre todo ese en el que China Zorrilla le confiesa -derrotada, mal y tarde- su amor a un más que abatido Brandoni. Sin embargo, no lo hago. Hoy padecemos la enfermedad del recuerdo reconstruido. Antes éramos capaces de recuperar sin fidelidad momentos de nuestra vida o de la cultura popular. En cambio, ahora hablamos temerosos de un pasado que se registró para demostrarnos las equivocadas (y convenientes) ediciones que suele hacer nuestro tramposo cerebro.


Pienso que en la juventud no me quedó otra que escribir ficciones, ya que nunca pude contar (ni recordar) los hechos tal como sucedieron. Al igual que ese primer hombre de las cavernas que un día no pudo cazar nada, pero que entre las manos traía una historia viva y no una presa muerta; antes, yo relataba alguna situación y todos me prestaban atención. Escuchaban más a mi seguridad narrativa que a mi voz. En cambio en la actualidad, empiezo ya a relatar con ciertos reparos, con carteles de aviso de que quizá «no fue tan así»; avanzo y veo que uno de mis amigos desenfunda su celular para blandir sus dudas portátiles. Así, entre sonrisas sabihondas, me ajustan datos cronológicos, o corrigen la literalidad de una frase, como también aclaran que esa película no era noruega ni sueca, ¡ni siquiera escandinava! En fin.


En un pasaje revelador de «Los días del venado», Liliana Bodoc muestra en un solo gesto cómo la sociedad de la tribu husihuilke transmitía sus historias al hacer agitar un cofre y extraer al azar algún cacharro, o pluma, o cuero: «Y aquel objeto, evocador de un recuerdo, le señalaba la historia que ese año se debía relatar. A veces se trataba de hechos que no habían presenciado porque eran mucho más viejos que ellos mismos. Sin embargo, lo narraban con la nitidez del que estuvo allí. Y de la misma forma, se grababa en la memoria de quienes tendrían que contarlo, años después...». Es decir, que la precisión del dato se daba a partir de una convención, de un acuerdo entre las partes donde, por beneficio mutuo, la magia de la historia consistía en establecer un gran «como si...».


Con los años, uno se exaspera cada vez más al escuchar anacronismos (ahí anda la película de Queen haciendo estragos); no obstante, realizar un esfuerzo testimonial con la ayuda de un archivo externo puede llegar a herir de muerte el recuerdo verdadero, además de la memoria emotiva que este provocó. La imagen del tipo que experimenta un recital detrás de una pantalla, la «selfie» omnipresente y cararrota, el video aduanero que rectifica olvidos, entre otras formas de modelar una masilla chúcara; solo vienen a corroborar que no soportamos este presente impiadoso y sin épica. ¿Qué nos dejará, entonces, una época ultrachequeada en nuestra memorabilia íntima? ¿Será aquello que solo podamos constatar? Lo que merece ser atesorado suele no ajustarse a los reactivos de lo veraz. Digámoslo de otro modo: el dato está sobrevalorado. ¿Quién vigila al que vigila? «Y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte...», nos advertía Quevedo en un soneto luego de enumerar todo lo que lo rodeaba. No defiendo la posverdad y su distorsión malintencionada, levanto las banderas del encantamiento cotidiano, de darse cuenta -como en la película- de que podemos escuchar al otro como alguien que apenas pudo recontruirse cuando al amanecer el teléfono comenzó a hacer sonar todas sus alarmas.


HERNÁN SCHILLAGI