domingo, 8 de octubre de 2023

Un poema para rezumar

 


molienda

un pibe se aparta de la balanza
para que suba el camión de la cosecha
la fatiga lo ha convertido en un elefante
metálico que partió hambriento
desde el norte de nepal
y se perdió en los ciegos callejones
de una finca mendocina
el pibe mira a cada lado
cómo descargan los racimos
cómo los granos se aplastan
contra las dudas de febrero
y anticipa una molienda
que provoque la menor lesión a la piel
de la uva y de los recuerdos
así la carpa de lona se pliega
y repliega hasta sangrar un jugo sucio
pero dulce y este pibe con su boca
bebe de esa tinta sin escritura
toma de la sed todo un verano
traga sin saber el ácido crítico
que en otro tiempo y espacio
lo terminará de nombrar
 
HERNÁN SCHILLAGI, inédito 
 
 

sábado, 7 de octubre de 2023

Prólogo de Biblioteca suelta, de Hernán Schillagi

 


 PRÓLOGO: Palabras para soltar


Leer es encontrar algo que va a existir…

Ítalo Calvino

 

Mi abuela me contaba siempre que, cuando vivía en la finca, esperaba con ansias la llegada del que hacía el reparto del pan con una doble ilusión: la primera, el pan casero humeante y fresco. La segunda, los libros que escondía en esa canasta donde se amasaban historias de harina, agua y sueños. El panadero era el insólito encargado de entregar las palabras crujientes (diarios, libros, revistas) que se le negaban a una mujer condenada a vivir entre hileras de tierra y no de tinta. Si cada vez que se piensa en una biblioteca, la imaginación edifica una solemne estantería fijada a una pared, aquí solo había callejones perdidos y canales oscuros. Es decir que una biblioteca improvisada, suelta entre hogazas y espigas la salvó del tedio y le dio una puerta para imaginar mundos más allá de los surcos y la desolación.

Porque sí, lo más parecido a un libro son las puertas. Una tapa sin cerrojo ni llave despide palabras como luces, se abre para que el lector entre, se abisme y se aventure a realizar recorridos felices, temerarios e inquietantes. Nada se encuentra seguro entre las páginas de un libro, todo se tambalea o está a punto de romperse: oficinistas que se transforman en insectos, dinosaurios que se corporizan en el desayuno, niños con repentinos poderes mágicos, lobos hambrientos con ganas de conversar, rosas que habitan en asteroides solitarios, una invasión explosiva de mariposas amarillas. Sin embargo, cuando las buenas historias, y hasta un puñado de poemas en carne viva, nos salen al encuentro, se tiende un hilo imaginario que nos guía hacia esa otra puerta más salvaje: las preguntas. Porque una vez más, lo otro más parecido a un libro son las preguntas, las que provocan una fisura y ponen en duda lo establecido.

Es que una biblioteca no enmarca ni ordena: libera. Con el paso de los años se carga de sustancia física, de historia, de polvo, de papel y de tinta; y así, destraba interrogantes como estos: ¿verdaderamente hace bien leer? ¿Puede la lectura ser obligatoria y una felicidad desafiante al mismo tiempo? ¿Es cierto que el personaje más insigne de nuestra literatura se volvió loco por abocarse de lleno a los libros de caballería? ¿Sostener, entonces, un libro en la mano puede ser tan vergonzante como contagioso? ¿Leer recupera el pasado y es un poder que ningún superhéroe se animaría a mostrar? Por lo tanto, ¿lector se nace o se construye palabra por palabra? ¿Para qué leer e indagar en libros que se pegan a una pared en fila como fósiles calcáreos? ¿Dónde queda adherido ese registro de silencio y concentración? ¿Andamos por la vida con una necesidad vital de leer, como si de un vaso de agua se tratara? «Un intento de cumplir con el antiguo deber de dejar un rastro, una huella de parte de lo que me tocó oír y ver, no solo leer, en este mundo...», dice Edgardo Cozarinsky a modo de respuesta.  Sí, pasa el tiempo y acumulamos libros, manuales, tomos, volúmenes anillados, revistas, cuadernos, diarios íntimos, libretas, folletos y hasta papelitos recortados a las apuradas y nos convertimos en una biblioteca ambulante que, de un momento para otro, se suelta, se desprende de nuestro cuerpo y es un refugio del deseo que hay que salir a atrapar. Fragmentada, díscola, perdida, recuperada, partida entre los formatos (analógicos y digitales) y, sobre todo, extraviada a través de los años. A pesar de nosotros mismos, la biblioteca crece con sus mamotretos, la biblioteca y sus autores que amamos con devoción y olvidamos sin piedad, la biblioteca y todo lo que apoyamos en ella la vuelve un santuario de memoria y ensoñación: fotografías ajadas, radios portátiles, relojes de arena, lapiceras fuente, candiles, cámaras antiguas, brújulas, caleidoscopios.

Biblioteca suelta como aquello de poco valor que se vende en porciones en el mercado negro o de pulgas, separado de lo íntegro, del envase sellado y pasteurizado; no para sentirse liviano, sino colmado de variedad y sorpresas. Para que en un instante de revelación y libertad esquiva­— se nos abran de una buena vez los ojos como quería Alejandra Pizarnik: «por un minuto de ver / en el cerebro flores pequeñas / danzando como palabras en la boca de un mudo…». Y, por fin, el hilo se corte y no paren de abrirse nuevas puertas.

 

Hernán Schillagi

Mayo de 2023