viernes, 31 de julio de 2020

El ídolo inconsciente



Antes que Sandro, antes que Charly García, mucho antes que Miguel Mateos; yo tuve un ídolo: Juan Ramón.

No había cumplido aún los 8 años y llegó a mi casa el cassette «Juan Ramón 84» y fue como el «Álbum Blanco» de Los Beatles. La única cassettera del JVC de mi papá explotaba con la ranchera «La última carta» y seguía la cinta dando vueltas. Pasaban así la tristeza, el despecho, los celos, el amor y la nostalgia; todo cantado por una voz inusitada que podría haber atravesado la materia si se lo proponía.

El niño que yo era, de pronto se destapó cantando sus canciones con una potencia y una intensidad que asustó a mis padres. Como también, se deben haber reído a mis espaldas por la seriedad de mi interpretación y de cierta imitación a los yeites juanramonianos: vibraciones estrafalarias de la voz y los agudos matadores.

De este modo mi memoria, porosa y castigada, aprieta la tecla «play» sin linealidad ni contextualización: Juan Ramón en la tele y en la radio, toda la familia con mi vecina de al lado en un recital que dio en Mendoza, cierta leyenda animal con su pierna coja, los comentarios ignorantes sobre la suerte de su nombre, entre otros recuerdos del montón.

Sin embargo, como en todo cassette, hay dos caras. Y yo, desagradecido, grabé en el lado B de mi cerebro esta admiración popular, este fanatismo indecoroso. Sí, abjuré de Juan Ramón. Lo mandé al rincón de los placeres culposos, cuando quizá era el responsable de los momentos más reveladores de mi niñez. Como ese en el que vamos hasta Ugarteche, en Luján, a la casa de los hermanos de mi vecina. Luego de la cena, empezaron a templar sus guitarras, apareció un bombo de la nada y entonaron una zamba. De pronto, alguien me señaló y dijo: «El Negrito también canta...». Sin avisar, uno de los guitarreros buscó un grabador y aclaró la voz para registrar: «Con ustedes, el niño Hérnan (así, con acento en la 'e' como si fuera un artista internacional) va a hacer su debut como cantante...». Sonaron los tres acordes de «Mis harapos», cerré los ojos y abrí la boca para decir: «Caballero del ensueño, tengo pluma por espada, / mi palabra es el alcázar de mi reina la ilusión...». Toda una declaración para el resto de mis días.

Finalmente, la muerte de Juan Ramón en la mitad del invierno despierta parte de mi inconsciente, lo interpela y lo estira como una cinta gastada que, en este preciso momento, se corta.


HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 18 de julio de 2020

Reescribir a papá



Leer otra vez un libro es un hecho peligroso, un acto de doble impiedad. El primer riesgo, qué duda cabe, es descubrir y constatar que esa historia que nos había deslumbrado, conmovido y la atesorábamos como un talismán secreto no era para tanto. En fin, que aquello que nos parecía iluminador, ahora apenas disimula el lugar común, que la prosa se volvió un plomo o, lo que es peor, demasiado lavada, que la magia que atravesaba sus páginas se esfumó sin aviso. Releer, entonces, puede convertirse en una vuelta obligada de las vacaciones, porque nos han llamado para decirnos que entraron a robar a nuestra casa.

Sin embargo, existe otra dificultad, esa que todo esfuerzo trae consigo: sentirse desarmado por una historia que habíamos interrumpido tiempo atrás y que, ahora, se nos ha vuelto imprescindible. La intemperie que le llaman.

Hace unos años comencé a leer la novela «Papá», del escritor argentino Federico Jeanmaire y la abandoné cerca de la página 40. Chau, a otra cosa. Nunca he sentido culpa por dejar un libro; luego de un par de arremetidas cargadas de esperanza, si la historia no sale del pantano prefiero pasar al que sigue. En una época en la que vamos saltando de link por vez, porque siempre puede haber algo más interesante en otra ventanita, nadie debería azorarse por este gesto desalmado. Conocida es la anécdota de Borges en la que les aconsejaba a sus alumnos que dejaran el libro si les aburría: «La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz…». Claro, en el medio se murió mi propio padre y mi mano fue hasta la biblioteca como si buscara un salvavidas. Ahí estaba la novela de Jeanmaire flotando en los estantes más altos.

El resultado de esa experiencia de lectura, por supuesto, fue completamente distinto: de un interés tibio, pasé a leer palabra por palabra como si sostuviera una brasa ardiente. Mis ojos febriles acompañaron a ese narrador/hijo que intenta retratar, entre disputas, a un progenitor un tanto particular: militar de carrera y dos veces intendente de gobiernos de facto. Jeanmaire compone cada oración de «Papá» como una posibilidad para entender: «Escribo porque el hombre es el único animal que escribe y porque, además, nunca pude comprender cómo es que hacen los hombres que no escriben para velar su propia conciencia de la muerte…». Qué injusto había sido en abandonar esta novela. O mejor dicho, yo me había atrevido a leerla en medio de una tormenta.

En resumen: leer, releer, escribir. Las letras de molde no cambian sobre las páginas, los mutantes somos nosotros. Pero qué sucede con la reescritura. Reverenciada por los autores para lograr el punto justo de lo que quieren expresar y así alejarse de los borradores iniciales, la reescritura no es otra cosa que la literatura. Nadie disfrutaría de un plato con la cocción dudosa, como tampoco de una casa con los hierros y las astillas a la vista. En la serie de ciencia ficción «Travelers», los humanos creaban una inteligencia cuántica capaz de enviar sus propias conciencias a través del tiempo a personas en el siglo XXI. Estos Marty McFly cerebrales asumían la vida de otros, de quienes se conocía el momento exacto en que iban a morir, para luego realizar con ese cuerpo misiones secretas y evitar un futuro apocalíptico. Cuando uno de los viajeros era descubierto, el equipo estaba obligado a «reescribir» su memoria, es decir, borrar y modificar a conveniencia cualquier desprolijidad que ponga en riesgo la linealidad temporal.

Destinado a leer y releer mi pasado, ¿será por eso que me empeño texto tras textoen reescribir a mi papá? Novelas donde es un villano sin mucha vocación, poemas en que compartimos las cargas, cuentos que le dan una voz de espanto a la ternura. Para soportar «de palabra» su recuerdo, necesito un equilibrio; como si un empate sobre la hora y en posición adelantada fuera discutido eternamente en todas las formas conocidas.

Quizá reescribir sea otra posibilidad para comprender, un engaño a puertas abiertas, sin altura ni mucha franqueza, pero con una intensidad dolorosa que mantiene vivo un diálogo de un hijo con su padre desfasados en el tiempo. Finalmente, el mismo Jeanmaire arriesga una respuesta misteriosa y precisa: «Cosa rara el amor. Casi imposible de escribir».

HERNÁN SCHILLAGI