sábado, 25 de abril de 2020

Héroes no tan anónimos


Salgo a la calle de la cuarentena. Un mapeo cerebral anterior me asigna un itinerario conocido y peligroso: cajero automático, Rapipago y carnicería. Pero antes de enfrentar el exterior, me calzo un tapaboca y unos anteojos oscuros como si fuera el yelmo de una armadura perdida.
Mi clandestinidad involuntaria avanza hasta la cola del cajero. A los cinco minutos pasa el de la farmacia en bicicleta y me saluda tras su visera de acrílico: «¡Hernán!», grita. Lo miro pedalear y apenas le respondo con la mano. Luego voy al Rapipago, la fila es corta. Sale alguien de pagar, lleva barbijo negro y, cuando pasa a mi lado, me reconoce: un compañero de trabajo. Entro y camino hasta la ventanilla, una mujer con la vista en la pantalla me recibe las boletas. «La primera cuota de la luz y abril de la Muni», le digo. «Bueno profe», me contesta. Mientras le paso la tarjeta de débito, me cuenta que fue alumna mía hace una década. Última parada, la carnicería. Llego con los anteojos empañados y el tapaboca medio corrido. Atienden de a una persona, así que espero en la vereda mientras una mujer compra carne molida. Se da vuelta y me dice: «Hola, Hernán. ¿Todo bien?». Una simpática compañera de la primaria descubre mi identidad de superhéroe atribulado y venido a menos.
Bruno Díaz, Clark Kent, Diego de la Vega; qué difícil la hubieran tenido en estas épocas tan virósicas y prosaicas. La cuarentena nos ha desarrollado un sexto sentido de escaneo, captura y procesamiento de datos. Así no hay incógnito que resista.

HERNÁN SCHILLAGI

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