jueves, 14 de julio de 2011

De los Portones al Arco, Undécima entrega




Undécima entrega:

El último vagón


Acaso la ropa no sea otra cosa que una forma de ocultarnos el frío que nos tiembla dentro del cuerpo. Por eso, Juano ya tiene puesto su antiguo disfraz de varón. Se encuentra cerca del cruce del carril Chimbas con las vías del ferrocarril. Ahora el tren solo es de carga: carbón, vino, animales y una soledad temeraria que se arrastra. Soto, el mecánico, le había dado un puñado de datos sobre Gala y el Ami. Palabras sueltas en el amanecer. Colorada, guinche, taller, rulos, batería, parientes, Aurorita, Giagnoni, quizás. Sí, Ingeniero Giagnoni, ese pequeño pueblo junto a una estación, donde el bisabuelo de Gala había llegado desde Italia, hace un siglo, buscando una bodega para trabajar.

Otra vez la palabra «quizás» cuando se habla de Gala. Juano tiene su pie derecho sobre el pedal de la bicicleta Aurorita que el mecánico le prestó. Las primeras luces del domingo la hacen más naranja de lo que la mugre deja entrever. Cada quinientos metros, las ruedas de la bici pierden todo el aire. Así que Juano pedalea despacio sobre el asfalto con el inflador en la mano. Si algún desprevenido abriera, en ese momento, la ventana podría encontrarse con la visión anacrónica de un caballero andante con su lanza y su rocín flaco. Pero lo que sucede, en realidad, es que la cadena se sale y se traba con el piñón trasero. Así, nuestro héroe cae y escucha nuevamente el silbido burlón de las ruedas rodado 14. De pronto se siente la bocina del tren que se aproxima.

La madre de Juano, además del «Juego de los espejismos» con el calor de la ruta, también entretenía a sus dos hijos con la «Ruleta de los trenes». Iba toda la familia en el Ami amarillo y, cuando se topaban con la barrera baja de un cruce, comenzaban las apuestas: «¿Qué número tiene el último vagón?», preguntaba la madre. Entonces, el niño Juano siempre ponía todas sus esperanzas al 8, y no es necesario explicar los motivos.

Ahora, corre con la Aurorita a un costado, y ve cómo baja la barrera metálica. Las rodillas le queman por el raspón que se hizo en la caída, tiene las manos engrasadas, la bici y una duda le comienzan a pesar. «¿Y si Gala no me espera en el Arco?» Por eso, Juano recuerda el juego de la madre y hace su apuesta: «Si el último vagón termina en 8, no me vuelvo». Una posibilidad entre diez para poder seguir.

Sin embargo, lo que la memoria no le trae con claridad es que los números siempre le fueron saliendo a su encuentro como máquinas descarriladas que nada ni nadie podía frenar. Las cuentas impagas, un sueldo volátil, el monto conque le regateó a los gitanos la compra del auto, las cuatro insolentes palabras que sobraban en la última nota de su mujer: «Quizás también a mí». Acaso él no podía permitirse dudar más. Él que había salido a la intemperie de la ruta con «menos 10», como en el chinchón. Por eso, Juano también olvida cuando cada mañana ella le preguntaba qué es lo que había soñado. Gala, antes de salir a levantar la quiniela clandestina por el barrio de la fábrica, le gustaba jugar unas monedas a la suerte de los números. Toda actividad onírica tiene su cifra precisa en el juego: 14 para el borracho; para los locos el 22; un muerto que habla, el 48. Azar y capricho. «No he soñado nada», decía Juano con la boca abierta como si masticara aún la oscuridad de la noche. «No es cierto. Todos tenemos sueños.», le contestaba ella con impaciencia. «¿Por qué no le jugás al 8? Nunca falla». Entonces, Gala ponía en blanco los ojos y hacía con las dos manos el gesto de las canastas: «Ay, Juano. Mejor le pongo un peso al doble cero».

Tiembla el asfalto sobre el Chimbas. La locomotora amarilla del tren parece el Ami 8 que tira los vagones con la fortuna de Juano a cuestas. La bocina rompe a sonar y los gallos se quedan afónicos. Pasa la máquina. El primer vagón termina en 4. El segundo vagón, en 9. El tercero, en 2. El vendaval momentáneo del tren le revuelve el pelo y hace que los ojos se le cierren. Pasa el 0, el 6, el 7. Juano ya no mira los vagones. Tiene la vista fijada hacia el oeste, hacia el último de los vagones. Hasta que solo queda uno. Si no es el número apostado debe volver. Pasa el vagón y ya se adivinan los caracteres numéricos blancos sobre el hierro. El último vagón termina en 3.

En un segundo, Juano baja la cabeza. Un dolor le paraliza el pecho. Pero, sin aviso, algo le hace abrir los ojos y comienza a correr el vagón fatídico. Lo alcanza y, entre la agitación, puede ver que el número ha sido tapado en parte por el óxido o vaya a saber qué. Puede observar, sí, que los semicírculos de 3 se continúan más allá de lo normal hacia la izquierda, hasta cerrarse bajo la oscuridad de la herrumbre y formar el 8 más hermoso y perfecto que la suerte le haya dado a un vendedor de tabletas de alcayota.


Soundtrack: Fruta verde, por Lucecita Benítez

1 comentario:

Marisa Perez Alonso dijo...

El ocho es también el número del infinito y creo que para Juano el de la mala suerte metafísica. Debería haber abandonado ya esa costumbre de confiar en el cosmos.
Pero ¿Sabe una cosa, poeta? Algunas veces hay que evitar gastar algunas imágenes perfectas como la de Juano con la boca abierta después de no soñar. No debería estar la comparación de masticar la oscuridad, es muy fuerte y me quedé allí colgada.
Creo que lo que pasa es que a usté se le mezcla el humor de la historia con cierta falta de seriedad con su propia prosa. "Ojo que lo voy a mandar al rincón..."
Un abrazo de otro mundo