domingo, 2 de febrero de 2020

La manzana certera


Soy bueno para elegir manzanas. Es decir, tengo un radar para detectar las arenosas, infames e incomibles arenosas. Con el tiempo he ido mejorando este dispositivo cuando llego a una verdulería. Si los cajones de frutas están a espaldas del vendedor, fuera de mi alcance, ni me molesto en pedirlas.
Avanzo, entonces, como el sonar de un submarino, ya que todos saben que una manzana contiene entre su cáscara, pulpa, fibras y semillas, casi un 85 por ciento de agua. Saludo a la verdulera, hablo del calor o de la lluvia de la noche, y me sumerjo para ejecutar el sistema de localización acústica: le pido medio kilo de cebollas ―que están siempre del otro lado― y, mientras busca en la bolsa, activo el sonar con esta frase: «¿Puedo ir eligiendo un par de manzanas?». Así, me acerco al cajón, a veces están envueltas en un papel para embalar; sin embargo, con frecuencia las encuentro expuestas como un pararrayos ante la tormenta de mis ojos. Desde ya advierto, la vista engaña. Por eso, tomo de a una con la mano, confirmo su roja tersura, el brillo prometedor y la lanzo al aire unos escasos diez centímetros para volverla a atrapar. Es en el encuentro brusco con mi palma, por tanto, donde se produce la diferencia. Si el choque me devuelve las vibraciones de un golpe sordo, plagado de virutas apelmazadas: peligro inminente de un banco de arena. En cambio, si el chasquido es seco, la promesa de frescura y delicia caben en un puño.
En todo lo hermético hay desafío, también intentos para un fracaso hermoso que no termina de entenderse. «Porque quiero dormir el sueño de las manzanas / para aprender un llanto que me limpie de tierra…», decía con bastante misterio y muerte García Lorca. Más de una vez, algún gusano furtivo se ha burlado de mis tenues pericias subacuáticas, o bien esas zonas oscuras que anuncian putrefacción fueron un cartel de retirada. Lo dicho, soy bueno para elegir manzanas, no sublime. Me aproximo, aunque no siempre suelo llegar. Como me pasó en ese invierno en el que nació mi hija y, luego de una mañana movida de nervios, llovizna y esperanza, salí en ayunas a la calle. Tenía un doble vacío que llenar en mi estómago: el hambre y la paternidad. Caminé hasta una verdulería y compré una única manzana. Aún no tenía desarrollada esta habilidad sonora de selección y tiré el primer mordisco a ciegas (o a sordas, que no es lo mismo). Un repiqueteo de campanas interiores comenzó a tronar y me devolvió el cuerpo. Sin manchas, el llamado fruto del pecado original recompuso mi condición de padre asustado y famélico con unos toques de glucosa, calcio y hierro, entre otros nutrientes del montón. Lo justo y necesario para hacerle frente a una nueva aventura en el océano del hogar.
Como un Guillermo Tell que acierta, pero no le convence el blanco, sigo buscando una manzana así, que me quite el deseo de un tarascón; sigo buceando en el fondo del corazón de las cosas que caen por su propio peso, aunque sin tanta gravedad; sigo persiguiendo una sabiduría de barrio que me dé, al menos, un tema de conversación entre las vecinas, que están siempre apuradas porque han dejado algo en el fuego.

HERNÁN SCHILLAGI

No hay comentarios: