jueves, 17 de abril de 2014

Algo muy grave va a suceder en este idioma



            Los profesores de Literatura deberían saber el daño que pueden ocasionarle a sus alumnos. Recuerdo que, en medio de las dudosas conmemoraciones sobre los 500 años del «Descubrimiento/Masacre de América», vino un día la profesora y ocupó la mitad del pizarrón para escribir: «Próximo libro: Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez». Mientras la carga de la tinta de mi lapicera se agotaba con tan largo título, mi mano estaba ensayando lo que iba a suceder exactamente una década después: yo mismo estaría garabateando con la tiza ese inquietante título ante mis primeros -e incautos- alumnos.

            Luego de la lectura de una buena parte de la Biblioteca Billiken en la infancia, la secundaria me vino a dar otra forma de leer: por obligación. El placer y el asombro podían ser mensurados con notas en rojo. Sin embargo, dar cuenta por escrito de mi lectura tenía un costado desafiante que me hacía correr en la siesta hasta la biblioteca del colegio y esperar a la señora bibliotecaria con oscura ansiedad. Esto, por supuesto, no se lo contaba a nadie, entonces escondía el libro o las fotocopias en la mochila, para luego jugar sin suerte al básquet con mis compañeros. Pero mi cabeza ya estaba contaminada de palabras que buscaban encestar su veneno letrado en mi corazón. Así, el primero que intentó avisarme fue Edgar Allan Poe con Los crímenes la calle Morgue. ¿Sobre qué debía prevenirme? De que la Literatura (tal cual, en mayúscula) era otra cosa. No es que los textos leídos con anterioridad hubiesen sido menores (Verne, Salgari, Twain), sino que mi crecimiento se iba topando con otros libros que eran capaces de incendiarme la mirada. La intensidad de la adolescencia hacía de cada libro asimilado, o bien un fuerte, o bien una nave quemada que no me permitiría regresar; como les pasaba justamente a los primeros conquistadores españoles.

            Así fue que recorrí por primera vez las enrevesadas páginas de Crónica. De entender, digamos que entendí bastante poco. Pero hubo algo verdadero en el lenguaje que hizo que me perdiera y me hirió como una daga anunciada. ¿Era «eso» realmente el castellano que yo había estado leyendo? Y sí, las pasteurizadas traducciones, además de las lecturas didácticas de manual solo habían sido un «asomo» tan feliz como inocente al abecedario de la literatura. Qué hacer, entonces, cuando una novela te deforma el paladar y las papilas gustativas para siempre. Una historia que empezaba por el final para que el lector no hiciera trampas. Con palabras de traición, deshonra, secretos y ¡sexo! que burbujeaban en el papel con precisión poética y fluidez narrativa. Si hasta puedo rememorar en el cuerpo el estremecimiento que me provocó la descripción montuna que hacía de María Alejandrina Cervantes, la prostituta del pueblo: «Las luces estaban apagadas, pero tan pronto como entré percibí el olor de mujer tibia y vi los ojos de leoparda insomne en la oscuridad, y después no volví a saber de mí mismo hasta que empezaron a sonar las campanas…».

            Aprendida bien la lección comencé a leer todo García Márquez sin cronología ni mapas. Por lo tanto, los títulos extrañamente largos y sonoros volvieron a salirme al encuentro: Relato de un náufrago y su heroicidad modesta, El coronel no tiene quien le escriba, con su belleza de relojería y tristeza implacable. Hasta que me animé con Cien años de soledad: historia escrita para que los extraterrestres comprendan a los humanos en su hermoso delirio y fatídico destino de aniquilación. Aquí, el escritor colombiano pudo dominar por un momento ese río caudaloso llamado idioma para  encerrarlo completo, agitado en el libro más vibrante, voluptuoso y genial jamás escrito.  En tanto, la figura del gran Gabo ya se me hacía como de la familia, una amistad elegida y unidireccional; aunque, al igual que con todo amigo de ley, tuve mis encontronazos: me aburrí con la eterna oración de El otoño del patriarca, quise escaparme rápido de Noticia de un secuestro y no pude ser piadoso con la innecesaria Memoria de mis putas tristes. No obstante, lo descubrí comprometido, inteligente y generoso en los dos tomos de las Notas de prensa, como también me reconcilié hasta la médula con El amor en los tiempos del cólera, los Doce cuentos peregrinos y los de La cándida Eréndira y ese cura, amante furtivo de Garcilaso, en Del amor y otros demonios. En el medio, no me quedó otra que empezar a escribir, porque íntimamente sabía que la insensata pulsión de golpear un teclado como se sostiene una brújula me iba unir todavía más a García Márquez y a todos esos monstruos que él, con su voz irreverente, me había posibilitado azuzar: Borges, Sabato, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Rulfo y tantos más.

            La muerte de Gabriel García Márquez, entonces, viene a significar ni más ni menos que la supresión de una de las letras de nuestro alfabeto. Un daño casi irreparable. Releerlo con fidelidad profana, incitar al contagio más febril en las escuelas, desmontar sus secretos para contar una buena historia será una tarea tan necesaria como impenitente. Porque de otro modo y sin supersticiones, algo muy grave va a suceder en este idioma.


Para Gabriel García Márquez, in memoriam.


HERNÁN SCHILLAGI

lunes, 7 de abril de 2014

Ese oscuro deseo de los objetos




Lunes, sí, otra vez. Fatigo casas de repuestos sobre la bici. ¿A quién se le ocurre tener un auto «modelo español»? Es como poseer una carabela atracada en las lagunas de Guanacache. Así y todo busco el cable del embrague por cuatro o cinco negocios. Algo opaco me llama poderosamente la atención en cada uno: la mugre sobada sobre el monitor y los teclados de las computadoras. Modelos Pentium gerontes devuelven precios actualizados que espantan. Sin embargo me da cierta emoción pensar en el servicio que han brindado todos estos lustros, la fascinación de la maravilla científica al comienzo, las trémulas dudas ante los sistemas informáticos; para luego aporrearlas familiarmente con las manos engrasadas. La tecnología no ha podido quitarnos del todo lo más humano que tenemos: el descuido hacia los objetos. Igualmente, le puse candado a la bicicleta cada vez antes de entrar. Nunca se sabe.


HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 5 de abril de 2014

Poesía en la vereda



Sábado bien temprano. Termino de escribir una reseña a "Sobrevenir", el nuevo libro de Jorge Leonidas Escudero, donde he leído cosas inquietantes como esta: "dejá de pensar estupideces / salí a la calle a ver si hallás / algo que te alegre...". Miro por la ventana y el árbol, "alegremente", ha vaciado su arsenal de hojas sobre la vereda y la cuneta. Escoba y palita en mano le hago frente. De pronto, una pareja de novios se me sobreviene ataviados para un casamiento matinal. Vestido largo ella, traje impecable él. Detuve el barrido, la nube de polvo no se dio por enterada. Pasaron como si yo no existiera. Ya estaban adentro de la fiesta. Tal vez, leer poesía sea eso: una fiesta ajena que mirás pasar, pero que te da las fuerzas necesarias para barrer con todo lo que se ponga enfrente. "Dejá de pensar estupideces", me repite Escudero.


HERNÁN SCHILLAGI