miércoles, 25 de noviembre de 2009

Oda al peatón retirado


Punto muerto/Dichoso aquel

Qué descansada vida la del que huye hacia el mundanal ruido en cuatro ruedas y motorizado. Luego de apechugarla años y años a pie o, en su defecto, en bicicleta, tengo un auto.

Primera/Un poquito a pie y otro caminando

Apenas empecé a trabajar, la escuela me quedaba a más de dos kilómetros, así que me los caminaba casi a diario. La mirada del que transita con sus dos extremidades inferiores es muy diferente a la de los cómodos automovilistas. El relieve de las veredas se vuelve una geografía amenazante, el lado de la sombra es la región a conquistar y el sudor en la frente se vuelve un combustible más que renovable. El peatón jamás llega tarde, ya que es el único estúpido que debe salir más temprano que todos. Recuerdo que veía pasar tantos autos por el bulevar y pensaba “aunque sea uno de estos podría llevarme”. Ese tipo de solidaridad urbana nunca sucedió, era más factible que me pidieran que los empujara porque no les arrancaba el motor.

Segunda/El profe “Buenaverdura”

Después me encaramé a una bicicleta azul. Reacondicionamos la que le habían regalado a mi mujer a los 15 (¡porca miseria!). Creo que Atlas no ha soportado tanto peso en sus hombros como yo en mis dos piernas. La bici era carne de perro, pero estaba hecha con el acero de los cañones del Ejército de los Andes: un plomo con ruedas. Sin embargo, ser ciclista es otra cosa. Ya podía salir 20 minutos después al lugar de destino, pasar los semáforos en rojo, ser presa de canes malaonda y llegar con la melena toda revuelta. Justo en esa época estaba la novela de Osvaldo Laport, que era “el profe de Literatura rodado 24”. Hasta la última promoción que vio ese bodrio me tuve que bancar que mis alumnos me gritaran “ahí va Franco Buenaventura”. No tendré el lomo del uruguayo, pero la tonicidad de mis muslos eran envidiables de tanto pedalear.

Tercera/Máxima velocidad

Sin embargo, el hada madrina de las ciudades convirtió el zapallo de la bici en un Citroën 3CV rojo, modelo 75. Un añito más que su dueño, el latoso; aunque quizá más entero. No será la citronave que llevó por toda la Península Ibérica a los personajes de “La balsa de piedra” de Saramago, pero arranca a la primera en las mañanas. Para meter los cambios hay que hacer más fuerza que para manejar un tractor con arado y en las calles con serruchos salta más que un canguro con colitis. No por nada el techo es de cuerina y rebatible. Es preciso que la cabeza del conductor no esté rota para manejar, por eso no paso de los 50 km por hora.

Marcha atrás/Los que de un falso 0km se confían

Creo que uno es peatón hasta que se demuestre lo contrario. ¿De qué modo? Odio buscar estacionamiento, me pone nervioso el semáforo y los malabaristas, aún no me saco mocos esperando la luz verde, me olvido de apagar las luces y cerrar con llave las puertas. ¿A quién le devuelvo este miedo a que me lo roben/rayen/abollen o caguen las palomas? Hasta el momento, la sabiduría de Quino en la voz de Mafalda me reconforta cuando se refería al Citroën: “Es uno de los pocos autos en los que lo importante sigue siendo la persona”.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Fundación mítica de la diversión


Ansioso, no esperé tener el contacto con las verdes sierras puntanas ni encandilarme con el áspero azul de El Carrizal. Bocinas mediante, he aquí el poema (mejor dicho, post-ema):

Fundación mítica de la diversión


Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches
se ha mezclao la vida

Enrique S. Discépolo


jugábamos a que un anillo
podía volar hasta atraparlo
y en un pase mágico fuera una luciérnaga
jugábamos porque la siesta
era eterna y todas las hojas de los árboles
no alcanzaban para esconder el sol
jugábamos lo sabés
a que un pedazo de yeso
podía dibujar a los saltos el cielo

porque no nos quedaba otra jugábamos

porque en la tele había dos canales
media hora de dibujos y gente seria
que oscurecía las nubes con malas noticias
y porque además el nintendo y la playstation
estaban tan lejos que nos divertíamos
al crear del aburrimiento un mito

domingo, 1 de noviembre de 2009

Cómo escribir un poema



Todo aquel lector que fantasea con el momento en que un poeta se sienta a escribir –atraído y atrapado por las musas inquietantes-, seguramente piensa que hay un clima propicio para la “inspiración”, un encadenamiento mágico de sucesos que favorecen la salida de los versos en un acto de éxtasis único y sibilante. Sin embargo cuando Alejandra Pizarnik escribió que “en oposición al sentimiento del exilio, al de una espera perpetua, está el poema -tierra prometida-"; tal vez quiso decirnos que, para llegar a la ejecución de un texto más o menos potable, antes hay que atravesar por las piedras y espinas de la vida cotidiana.

Cuando recién nació mi hija estaba sin trabajo (Argentina 2001, ¿les suena?). Entonces, mi mujer se iba a dar clases y yo comenzaba con la limpieza del dos ambientes. Las magras ollas entraban en franca ebullición y, como si fuera poco, la niña cada cinco minutos lloraba por mi atención. Pero nada impedía que encendiera mi 486, hiciera click en el Word e intentara picotear el teclado como un gallo que escarba en el patio por el sustento diario. Con un ojo miraba la hornalla de la cocina, con el otro seguía el derrotero del poema y con una pierna hacia un costado mecía el cochecito con la punta del pie para que la bebé durmiera al calor de la pantalla del monitor.

¿La intimidad de la noche? ¿La mesa de un bar oscuro de humo y alcohol? ¿La verdura de un campo florido? ¿El rumor de las aguas al caer? Mucha literatura ha corrido por las cunetas para que la idealización instale en las personas el llamado irónicamente locus amoenus de la creatividad. Ante las distracciones de la vida posmo, los escritores han ido formando en su interior anticuerpos como las sordinas de un piano. Pero justamente, el lugar de mi casa donde hoy escribo (lo que llamamos “el escritorito de la computadora”), poco a poco está entrando en emergencia sanitaria. Paso a más detalles:

Las dimensiones son de 3x2 y da a un patio no mucho más grande. A este “cubículo creativo” lo rodea, sin exagerar, el atolón bullanguero más potenciado del universo. Al este hay una playa de estacionamiento donde entran y salen autos y el portón da sus férreos gritos al cerrarse, pegado viven unos pibes con la madre, y ensayan allí con su banda de heavy metal ¿Necesito decir más? Hacia el norte, tengo a mi vecino artístico. Me corrijo, herrero artístico. Así que sus chirridos de sierra madrugadores, sus golpes -tan certeros como siesteros- crean una armonía punzante en mi cabeza que la van ovalando hasta que, de tan castigada, abandona todo intento de escribir. En el punto cardinal opuesto se encuentra lo peor: el fatídico sur. La insomne parada de micro, la salida del colegio, las flechas silvadoras del lavadero, el pelotero perverso donde ningún cumpleaños será feliz (al menos para mí). Finalmente, hacia donde se pone el sol, unos departamentos en construcción destruyen lo poco de paciencia que me queda. Todo esto sampleado por la molienda de la fábrica de conservas más grande de la zona, apenitas cruzando la calle.

Entonces, ante tanta conspiración auditiva, el destierro se impone como opción. La tierra prometida de la que hablaba la poeta, por el contrario ¿será el silencio? Porque de otro modo: ¿Cómo escribir un poema?