lunes, 26 de agosto de 2019

El gracioso



Cuando era chico, siempre esperaba con entusiasmo las reuniones familiares. No era para jugar con mis primos ni por la ilusión de algún regalo en especial, yo quería ir para ver al gracioso. Un camionero enorme, de un metro noventa, colorado y ruludo que se había casado con la hermana de mi mamá. Pues bien, mi tío se sentaba en la punta de la mesa y, con una media sonrisa, iba insertando filosamente acotaciones de todo tipo: burlas sobre la pierna faltante de la nona, ironías sobre la comida recalentada, juegos de palabras a sus desprevenidos cuñados, la sordera de su suegro, chistes verdes o de doble sentido, gestos y resoplidos de desaprobación; entre otras ocurrencias del momento que hacían estallar de risa a los comensales. En más de una ocasión vi a mi abuelo atragantarse, porque su dentadura no sabía si salir eyectada o reírse. Desde la mesita de los niños, yo lo escuchaba con la fascinación del estudiante que está aprendiendo a leer y a escribir, para luego hacer anotaciones mentales. Porque, cuando mi tío hacía sus viajes por las rutas del Norte Argentino y, de su barba púrpura no salían las palabras tan chúcaras como divertidas, el comentario era siempre el mismo: «Esto parece un cementerio».

Ya desde la preadolescencia, empecé a soltar durante las mandarinas del postre algún que otro chiste al paso. Por supuesto, la efectividad de mis intervenciones cuando no provocaban un silencio incómodo, merecían el más sonoro cachetón de mi mamá. El gracioso en formación no es cualquier pibito que se quiere hacer ver, es un poeta incomprendido que aún no encuentra la precisión de sus versos, la rima oculta de los «tempos», la contundencia de los remates.

Vulgar, pícaro y con mucho ingenio, la figura de «el gracioso» ya aparecía en el teatro barroco español y, además, es un hongo infame que ha venido floreciendo de diferentes formas hasta la actualidad (basta con pensar en cualquier película o serie). Es un tipo de personaje que descomprime situaciones dramáticas, el diferente que dice lo que no se debe, o el llamado «alivio cómico» cuando lo importante siempre sucede en otro lado. Todos tenemos en la cabeza que, en cualquier telenovela, los sirvientes hacen sus monerías en la cocina, mientras los serios protagonistas van y vienen con sus conflictos inolvidables (Gino Renni, cómo te extraño).

Así y todo, la tecnología y sus formas nada sutiles de invadir nuestra privacidad llegó para complicar la vida a los que venían siendo los simpaticones del grupo. Hoy, cualquiera que comparte un meme, reenvía una imagen GIF, bombardea con un audio procaz la inocencia de nuestro teléfono, se cree gracioso. Virtual y mutante, sin un copyright que lo avale, el compartidor serial de chistes, da más ternura que risa. También, por supuesto, he caído atrapado con ignominia en estas redes sociales y mortificantes. Hasta llegué a crear un stícker con mi cara entre sorprendida y sobradora. Patético. Lo viral es el gemelo malvado de lo gracioso.

Un poco tarde llegué a la triste conclusión de que hacer bromas en todo momento, realizar esfuerzos enormes por ser el «alma» de una fiesta, como no estar prestando atención al tema de una charla, sino al uso de las palabras para activar la maquinaria satírica de retruécanos, lances y sutilezas idiomáticas; me estaba convirtiendo en una máscara fija, en una pantalla tildada que no ofrecía enlaces externos. Apuntado: no ser el mismo las veinticuatro horas del día para mantener la gracia. Porque ser gracioso, insisto, es un camionero grandote que carga con todas las penas y te aleja de la muerte.

HERNÁN SCHILLAGI

viernes, 2 de agosto de 2019

Manchas en el cielorraso

  

Para dormir, mi abuela me preparaba la cama en la antigua habitación de mi tía. Rodeado de muñecas, restos de actos escolares, carpetas y pilas de ropa vieja sobre las sillas; trataba de acostumbrarme al relieve del colchón vencido. A la mañana me despertaba el resplandor que venía del patio de luz. Abría los ojos y observaba el techo. Me quedaba así un rato largo. El cielorraso se había llovido tiempo atrás y las manchas de humedad se convertían en mapas de navegación, dragones voladores, conejos deformes saltando de nube en nube. Pienso que a todos nos cuesta conformarnos con la primera versión de las cosas. La literalidad me capturaba las palabras, pero no las imágenes. 
   La visión que tenía de mis abuelos paternos era la de una imagen simbólica, una metáfora de la felicidad duradera que les estaba negada a mis padres. Mis viejos eran esa mancha en lo alto que no cambiaba de forma. Solo podía esperar de ellos corrosión y derrumbe. Por eso, tal vez, cuando me encontré el último de los cuadernos de mi abuela, las palabras se me hacían borrosas hasta florecer en moretones de una piel nocturna. Así, yo iba adivinándoles el contorno entre el violeta y el amarillo verdoso. La rotura de los vasos capilares sin que la sangre saliera a la superficie volvía la lectura en una callada sala de emergencias.
   De este modo abrí ese cuaderno Gloria, de Gloria, sin Gloria ya, y con bastante pena. Tendría que haber utilizado una pinza y guantes esterilizados para dar vuelta cada página como hacen los coleccionistas de incunables. Sin embargo, mi primera lectura fue brusca, febril, exaltada. Por otro lado, no conocía otra manera de leer cuando se trataba de mi abuela y su caligrafía.

HERNÁN SCHILLAGI
Fragmento de "Los cuadernos de Gloria", (Ediciones Culturales, 2017)