sábado, 22 de octubre de 2022

Revistas en la tempestad





Leer cuando no se puede y hasta cuando no se quiere. Leer ante alumnos que no escuchan o simulan atentamente, mientras el pelo les oculta los auriculares. Pero leer, también, frente a un aula repleta de pibes que buscan en las palabras un refugio, un paraguas para tormentas invisibles, un despertador que les abra la mirada. Me recuerdo aferrado con ambas manos a un libro mientras mi papá agonizaba en un coma profundo. Sé que leía por horas y la sintaxis era puntuada por su respiración cavernosa, casi póstuma. Es decir, yo también me hacía el que escuchaba. ¿Será por eso que no puedo acordarme qué es lo que leí en esos días a su lado? Dar para leer. Leer para dar.

A la luz de una vela sibilante, con una linterna tirado en la cama, con la fatua pantalla del celular sobre las páginas, descompuesto en el baño, bajo una sombrilla en la playa, en la fila del banco rodeado de jubilados que gritan, en una doliente sala de espera, sobre el gabinete del gas en la vereda, bajo un olmo en la plaza mientras hacía dormir a mi hija. Leer sin medida ni control y desde siempre.

Por lo tanto, se dispara un recuerdo del pasado, pero en presente: el sol todavía no asoma en un barrio suburbano de mediados de los 80. Es domingo a la madrugada. Un niño se levanta descalzo para no despertar a sus padres, camina tiritando por el pasillo hasta la puerta que da a la calle. Se sienta sobre las baldosas heladas, retiene un estornudo y ausculta con atención los primeros sonidos del amanecer. No le importan los pájaros, tampoco le interesan los perros que ladran insomnes. Lo único que quiere oír es la corneta del canillita que hace el reparto del diario. Leer el suplemento infantil, las historietas de Dante Quinterno, la Mafalda, el Condorito, el Pequeño Larousse Ilustrado, la Enciclopedia Salvat. Hojear (y ojear) hasta descifrar qué se esconde detrás de la tinta.

Pienso en leer e inmediatamente lo relaciono con estar enfermo. Asma crónica, varicela, gripe, paperas, tos convulsa, entre otros males del montón, fueron la excusa perfecta para detener la infancia y crear —otra vez— ese paréntesis sobre las sábanas. Adquirido el virus de la lectura, la horizontalidad impone pasar las horas de convalecencia con un libro en la mano. Así que las opciones han sido siempre claras: internarse entre las páginas de una historia o mirar las aburridas manchas de humedad en el techo. Leer para curarse, para suturar con palabras las heridas que no tienen nombre.

Ana Frank anota en la entrada del 8 de julio de 1942 que no escuchó cuando llamaron a su puerta los del ejército nazi: «Porque estaba leyendo en la terraza, perezosamente reclinada al sol en una silla de lona…». El mundo de una familia judía se derrumbaba por el odio y la guerra, pero era otro mundo —además— el que se caía a pedazos: el que cada lector edifica para guarecerse, por un lado, y reconstituirse, por otro. Como ese inolvidable personaje de Carlos María Domínguez que literalmente construye con sus libros una «casa de papel» frente al mar para huir de una realidad insoportable. Si un libro es un ladrillo, una biblioteca podría ser una casa tan verdadera que asusta. Leer para que el lobo sople y sople en vano.

Repito: leer cuando no se puede y hasta cuando no se quiere. ¿Lectura obligatoria? Por estudio, por trabajo, por ese amigo que comparte todo el tiempo artículos y luego te pregunta, para estar informado y darse la parte, por esnobismo literario, por ese conocido que publica libros y te los regala con la esperanza de una devolución sincera. Leer y escribir. Leer para escribir, para cargar combustible, para inspirarse y robar, como ahora que escribo esto mientras releo «Teoría de la gravedad», de Leila Guerriero, y me contagio de su estilo híbrido entre el ensayo y la poesía, anafórico hasta la hipnosis, brillante sin parafernalia, plagado de enumeraciones certeras y azarosas: «Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien…», y sigo leyendo. Leyendo, sí, como Alonso Quijano que leía, de turbio en turbio, hasta los papeles del suelo y soñaba con ser leído en un libro febril.

Leer para estar solo y que no te duela tanto, imperturbable en la tempestad y en la tentación –como querían Charly y Spinetta—, sentado con una revista para dejarlo todo. Nada más inmóvil, nada más inquietante. Leer por deseo y por placer, para encenderse de un amor profano, de un amor sagrado. Entonces leo, leo por vos.

HERNÁN SCHILLAGI, inédito