viernes, 28 de noviembre de 2014

La demasiada conexión


 



            Viene un alumno y me cuenta una historia conmovedora de por qué tuvo que cortarse la barba. Escucho, además, anécdotas bizarras (cuando no gorilas) en la sala de profesores. Descubro azorado nuevos trastornos obsesivos compulsivos en familiares y amigos como para hacer dulce de leche. Sin embargo, no puedo reproducirlas por escrito, es decir, me es imposible robar historias comunes y mejorarlas en un pequeño relato. El motivo: todos sus protagonistas también son mis contactos en las redes sociales. Falta de imaginación, dirán. Puede ser. ¿Pero no ha sido siempre así en la literatura? Un hecho cercano y real se nos aparece de repente, entonces, nuestra cabecita soñadora se dispara a regiones narratorias insospechadas. «No te juntes con esta chusma», diría doña Florinda. Sí, mami, le respondería yo; pero cómo hacer para contar un episodio ajeno, donde los personajes principales quedan mal parados o al descubierto, sin que se ofendan y me borren de sus vidas virtuales.

            En un pasado remoto, o sea, hace una década, nos dábamos panzadas internéticas con parodias de las cenas navideñas, podíamos reírnos de un vecino y su fetiche por mantener brillante el auto como una muñeca de porcelana, o purgábamos a través de un cuento el maltrato de nuestros malhumorados jefes. La era semianalógica (o seudovirtual, según como se mire) permitía, no solo enmascararse en un nickname, sino que muy pocos tenían acceso a los foros, blogs y páginas del momento. Cobarde, embustero, traidor. Todo eso y más, lo acepto. Si de eso se trata escribir, ciberamigos. Al menos en estos tiempos de mucho correr y poco reflexionar. ¿O acaso el gran Flaubert no tuvo que pasar las de Caín -y afrontar juicios por obscenidad- al reflejar los vicios de una sociedad burguesa en decadencia? Como también es famoso el revuelo que levantaron las primeras novelas de Manuel Puig en su General Villegas, ya que a pesar de haber cambiado nombres y situaciones, todos los del pueblo se reconocieron; boquitas más, traiciones menos.

            La literatura y sus consecuencias, entonces. Para dejar una huella en la tierra del papel hay que lastimar, abrir un tajo exhibicionista y pasar sin piedad como el arado. Pienso en la mortífera Carta al padre, ese alegato tan preciso como cruento al que Kafka nunca se atrevió a enviar (y mucho menos a publicar). No obstante, los escritores del pasado no tuvieron que soportar la mensajería instantánea como tomatazos acusadores. Es cierto que Puig no pudo regresar jamás al lugar que lo vio nacer, pero en nada se compara con el dolor que provoca hoy que el amigo de un conocido te «elimine» de sus contactos porque lo deschavaste en un posteo gracioso. Así y todo, las leyes de urbanidad del Facebook nos alejan de la máxima compositiva de Horacio Quiroga: «No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia…». Por tanto, ¿escritura o vida social en Internet? Quizá, deformar las anécdotas hasta no reconocerlas sea la salida más elegante y civilizada. La captura de un insensato «Me gusta» de compromiso lo vale todo: contar únicamente nuestras aventuras insípidas con tono legendario, hacer explícita nuestra torpeza e inseguridad, ofrecer la intimidad hasta perder el misterio. Hay que decirlo, las distintas subjetividades están crispadas. Solo admiten el protagonismo ominoso, pero si está narrado en primera persona, sin testigos caranchos ni omniscientes sabelotodo. Hemos pasado de la hiperinformación de los noventa a la demasiada conexión de comienzos del tercer milenio, y ya Rita Hayworth fue traicionada de la mejor manera.


HERNÁN SCHILLAGI

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