martes, 18 de noviembre de 2014

Castillos sonoros



Las opciones, Caperucita, como siempre son dos. La ruta rápida, moderna y sin baches; o el camino sinuoso, lento y corrugado. Así, tu auto toma por la 50 y es un tembladeral bajo los eucaliptos. Prendés la radio y das gracias al dios de los rankings ochenteros por haber cruzado a la balada con el rock. Sos un romántico sin culpas que escucha a Whitesnake con el volante como guitarra épica. Las ventanillas bajas crean un efecto de video berreta, el viento te entrevera los rulos y abre tu camisa. "Is dis lof..." y tu inglés del Este mendocino se mezcla con la velocidad. De pronto, algo te golpea: la imagen del esqueleto abandonado de una antigua estación de servicio. Con el corazón sobrecogido ves cómo su modernidad anticipada ha quedado a la espera de que Mad Max venga a cargar combustible, pero la mayor autonomía de los automóviles del presente la han dejado a la deriva como un castillo entre las viñas de Alto Verde. Seguís tu camino con la música al palo, sin embargo tu cabeza se quedó en ese vacío, en esa cáscara de hierro y cemento que se ofrece muda a los viajeros. "Mientras haya viento escribirás", decía Roberto Bolaño en un poema. Por eso me convierto en un trovador medieval que no soporta la construcción del silencio a la vista de todos, por eso le canto en un idioma desconocido y vergonzante, por eso escribo con el parabrisas como una pantalla que solo se apagará con la llegada de la noche.

HERNÁN SCHILLAGI

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