jueves, 26 de junio de 2014

Me Porto Alegre (mundialeras #3)




Los dos primeros partidos que jugó la Selección Argentina en este Mundial nos habían atravesado una mueca en el grito de gol. El equipo ganaba, pero hacía doler los ojos. «Tiramisú de limón, / helado de aguardiente», lo hubiese detallado mejor Joaquín Sabina. Se trató de montar un laboratorio en la defensa, el juego asociado no aparecía, el primer gol argentino lo había hecho un bosnio y, para peor, la enjundia (palabra extrañísima del castellano que la debe haber inventado Macaya Márquez) brillaba por su ausencia. La única «Fortaleza» posible era trasladarnos a la sede que está en el norte de Brasil.

Sin embargo, ayer en Porto Alegre se calibraron por fin dos aspectos fundamentales: la algarabía fascinante de la gente con la del equipo. La locura de los miles de hinchas ataviados de celeste y blanco desbordó las tribunas y copó el verde de la cancha. ¿Qué la defensa tiene más huecos que un queso gruyère? Es cierto, pero al mismo tiempo los jugadores nacionales se permitieron dar un espectáculo que no nos atragantara el almuerzo de un miércoles más de gloria que de ceniza. Los goles de Messi (oportunista y letal uno, equilibrista y genial el otro) no tardaron en hacernos tirar los cubiertos y escupir el pan de la boca para sonreírle al invierno. El inmediato empate de Nigeria no importaba, porque se estaba jugando con pasión y compromiso hacia una camiseta histórica. Hasta que Marcos Rojo metió «La rodilla de Dios», como ya la bautizaron algunos pícaros, nos dio el triunfo final y el primer puesto.

Aunque dos hechos alegres al borde de la cancha – y no adentro- son los que habría que destacar: las risas cómplices y bromas cruzadas entre el arquero nigeriano, el árbitro y Messi (¿en qué idioma habrán hablado?), además de la «mojadita» de Lavezzi a un preocupadísimo Sabella. En la tierra del carnaval, nada más apropiado que apretar bien el pomo. Porque, como se dice en el barrio, en tiempo de challa, nadie chilla.


HERNÁN SCHILLAGI

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