sábado, 8 de febrero de 2014

Archivos revelados



Leo la novela de una amiga que me pasó por correo electrónico. Pulso un «like» más o menos meditado en un poema inédito que alguien colgó en el muro de Facebook. Me enredo en un comentario de largo aliento tras un ensayo recién posteado en un blog literario. Marco detalles, tiro de las hilachas, insinúo propuestas de trabajo. Pero hay algo que es cierto aquí: todo lo compartido en las redes sociales o soportes virtuales es borrador. Un borrador expuesto y vulnerable.

Más allá de los aparentes poderes de congelamiento que poseen los archivos en formato PDF, lo leído en la pantalla tiene un carácter de estado de intervención permanente. El cursor titila anhelante al borde de una palabra y el puntero del mouse inquiere al texto como una maestra malhumorada; entonces la tentación de sugerir un final diferente, cambiar una palabra de lugar o eliminar una rima involuntaria se nos impone. Al mismo tiempo, lo redactado carga con el sambenito de encontrarse en una etapa de muestreo, con carteles subliminales que nos mendigan el favor de la lectura. Nuestro tiempo es valioso, verdaderamente. Sobre todo cuando tenemos que apartar la vista de la última pelea mediática o del morbo musicalizado de los noticieros para leer -con gesto perdonavidas- un trémulo y expectante archivo. ¿Somos lectores más activos o estamos enfermos de vanidad correctora?

En El caballero inexistente, de Ítalo Calvino, todo un ser invisible se creaba a partir de la conformación de una nube de voluntades abandonadas por el resto de los mortales y se metía en una reluciente armadura: «Era una época (la Edad Media) en la que la voluntad y la obstinación de ser, de marcar una impronta, de rozarse con todo lo que es, no se usaba enteramente…». Por lo tanto, ¿hacia dónde se van los fragmentos de nuestras «no del todo ganas» de leer un libro ajeno en el procesador de texto? ¿Este esfuerzo lector nos da derecho a una ojeada de soslayo y a la consabida crítica constructiva? Es más, este modo de leer resulta tan mutante como horizontal. Antiguamente, una persona subrayaba el libro, hacía anotaciones en los márgenes o en libretas cajoneadas en el olvido, y luego quedaba satisfecho con solo intercambiar sus apreciaciones con un amigo en el café. El escritor quedaba fuera de todo, pero también a salvo. La impresión en papel, el supuesto filtro editorial y los elogios de las presentaciones envolvían auráticamente (si existe la palabra) a la obra. Por más críticas o elogios que surgieran, el libro ya estaba publicado: «Nada puedo hacer, ya no me pertenece del todo», les he escuchado decir con alivio a algunos poetas. Ni siquiera podemos aspirar a vender los originales en un futuro –si nuestro amigo artista la pega- en Mercado Libre o subastarlos ante los fetichistas del error que coleccionan esperpentos literarios. Los documentos virtuales no dejan trazos para comerciar.

Desde hace unos años, el propio autor es el que envía en un adjunto su «obra en construcción». Así, el lector incauto (amigo/pariente/conocido/¡follower!) recibe un tipo de lectura que no desea, pero que lo incluye. Quizás viene a ser un reemplazo ralentizado del otrora género epistolar. Cartas con cara de libro que esperan correspondencia inmediata y fulminante. Intuyo, por tanto, que ya no se escribe igual tampoco: el lector (no tan) ideal se encuentra allí, al alcance de la mano, tan manchada de tinta y de esperanzas. Por eso, no puedo dejar de agradecer la confianza que un autor deposita en mí cuando me arroja un archivo que aguarda –en el ida y vuelta- ser revelado codo a codo entre tanta oscuridad y distracción. Ya lo escribió Mario Benedetti y lo cantaron mejor Sandra y Celeste: «Somos mucho más que Word».

HERNÁN SCHILLAGI

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