sábado, 15 de febrero de 2014

Esa memoria con nombre de extranjero




A comienzos de este siglo, me mudé a mi departamento de recién casado. Teníamos tanto que escribí un haiku a modo de inventario: «un par de ambientes / la cama el sol la mesa / y la esperanza». Entre otras cosas, carecíamos de cable y de ese lujo mágico llamado Internet. Así y todo, la crisis nos regaló una vecina de unos 85 años con problemas de vértigo. Le zumbaba en forma permanente un oído y casi no la dejaba pensar. Bien temprano a la mañana golpeaba con su mano huesuda mi ventana y me decía con desesperación: «Nene, te acordás cómo se llamaba ese actor tan lindo que se mató de un balazo». Había pasado toda la noche en vela, enloquecida por la maraña del olvido y el aturdimiento. «Casado con una rubia», agregaba. Tener una madre novelera y haber visto a Mirtha Legrand toda la infancia siempre me han dado beneficios inesperados: «No será Claudio Levrino –le decía-, el de Un mundo de veinte asientos, que dejó viuda a Cristina del Valle». Mientras cerraba la ventana, escuchaba un aliviado «Gracias, m’hijo». Otras tantas veces fracasaba en mis respuestas, aunque intentara engañarla con rodeos o aciertos parciales. La mala memoria es perfeccionista: no recuerda y encima no permite olvidar. ¡Cuánta verdad tranquilizadora nos hubiera arrojado Google! No obstante, esa era una época donde la memoria secundaria (o a largo plazo) solo se activaba con el sudor analógico de las conexiones neuronales.

Con la masificación de la telefonía móvil, sumado a una conectividad omnipresente y todopoderosa, nuestras embrolladas cabezas teclean a oscuras un par de datos deshilachados y el milagro sucede: Susana fue novia de un basquetbolista de apellido Draghi, la tragedia del Challenger fue en 1986, el malo de los Silverhawks se llamaba Monstruón, Boca tiene más clásicos ganados. Información subsidiaria que la mente había decidido desechar por salud. Sin embargo, ahora tenemos la posibilidad de recordar todo o, lo que es peor, de olvidar lo poco que hemos almacenado. Como les sucedía sin mucha explicación a los habitantes de Macondo en Cien años de soledad: un olvido creciente provocado por una epidemia de insomnio. Al principio se contentaban con la idea de que así les iba a rendir más la vida, pero no dormir traía una manifestación más crítica: «cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de la cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado…». Los libros son los guardianes de la memoria, decían los antiguos, pero los maravillosos buscadores de Internet, ¿no nos convierten en fundamentalistas del dato chequeado tanto como en parásitos de un cerebro extranjero?

Hasta no hace mucho podíamos entretenernos en una reunión tratando de recordar el nombre de una banda o de una serie vieja. Cuando el grupo es grande, los temas de conversación en común -más allá del meteorológico- no abundan. Ahora, ante toda duda, cualquiera desenfunda su celular «inteligente» y pone en práctica ese verbo inédito y asombroso: googlear. La posibilidad de la polémica, del intercambio de experiencias y del conjunto de asociaciones disparatadas se esfuman en menos de un segundo. Por eso nunca me banqué del todo a He-Man. El tipo era el hijo del rey, todo musculoso y con un séquito de hábiles ayudantes; pero ante el menor de los peligros sacaba una espada, la alzaba fálicamente para tener el poder y convertirse de este modo en un bronceado fortachón. Así cualquiera es el amo del Universo. Como un Alzheimer elegido, entonces, ¿cuánto de la pereza del príncipe Adam reservamos para los recuerdos? ¿Nos espera solo ser rencorosos y no memoriosos como recita el miserable slogan de la diva de los almuerzos?

Reconozco que la invención de la rueda no nos atrofió las piernas ni por asomo en tantos siglos, aunque sería interesante poner en la palestra un nuevo fenómeno: la vacilación nemotécnica. Nadie asegura un dato sin haberlo rastreado antes en el buscador que, por cierto, devuelve más errores que certezas. Sospecho que el periodismo ya adolece viralmente de este vicio. ¿Seremos capaces de recuperar, en la caja negra del pasado, el par de pistas que necesitaremos para activar el Google? Hablamos desde el temor y la incertidumbre. ¿Podremos perdonarnos semejante omisión? Así tendremos que rememorar quién fue el causante de nuestro mal para luego tomar revancha. Aunque Borges nos haya avisado precisamente que «el olvido es la única venganza y el único perdón». Por lo pronto, ya siento otra vez que golpean mi ventana en busca de respuestas.


HERNÁN SCHILLAGI

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