A comienzos de este siglo, me mudé a mi
departamento de recién casado. Teníamos tanto que escribí un haiku a modo de
inventario: «un par de ambientes / la cama el sol la mesa / y la esperanza». Entre
otras cosas, carecíamos de cable y de ese lujo mágico llamado Internet. Así y
todo, la crisis nos regaló una vecina de unos 85 años con problemas de vértigo.
Le zumbaba en forma permanente un oído y casi no la dejaba pensar. Bien
temprano a la mañana golpeaba con su mano huesuda mi ventana y me decía con
desesperación: «Nene, te acordás cómo se llamaba ese actor tan lindo que se
mató de un balazo». Había pasado toda la noche en vela, enloquecida por la
maraña del olvido y el aturdimiento. «Casado con una rubia», agregaba. Tener
una madre novelera y haber visto a Mirtha Legrand toda la infancia siempre me
han dado beneficios inesperados: «No será Claudio Levrino –le decía-, el de Un mundo de veinte asientos, que dejó
viuda a Cristina del Valle». Mientras cerraba la ventana, escuchaba un aliviado
«Gracias, m’hijo». Otras tantas veces fracasaba en mis respuestas, aunque
intentara engañarla con rodeos o aciertos parciales. La mala memoria es
perfeccionista: no recuerda y encima no permite olvidar. ¡Cuánta verdad
tranquilizadora nos hubiera arrojado Google!
No obstante, esa era una época donde la memoria secundaria (o a largo plazo)
solo se activaba con el sudor analógico de las conexiones neuronales.
Con la masificación de la telefonía móvil, sumado a
una conectividad omnipresente y todopoderosa, nuestras embrolladas cabezas teclean
a oscuras un par de datos deshilachados y el milagro sucede: Susana fue novia
de un basquetbolista de apellido Draghi, la tragedia del Challenger fue en
1986, el malo de los Silverhawks se
llamaba Monstruón, Boca tiene más clásicos ganados. Información subsidiaria que
la mente había decidido desechar por salud. Sin embargo, ahora tenemos la
posibilidad de recordar todo o, lo que es peor, de olvidar lo poco que hemos
almacenado. Como les sucedía sin mucha explicación a los habitantes de Macondo
en Cien años de soledad: un olvido creciente
provocado por una epidemia de insomnio. Al principio se contentaban con la idea
de que así les iba a rendir más la vida, pero no dormir traía una manifestación
más crítica: «cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia,
empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el
nombre y la noción de la cosas, y por último la identidad de las personas y aun
la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin
pasado…». Los libros son los guardianes de la memoria, decían los antiguos, pero
los maravillosos buscadores de Internet, ¿no nos convierten en fundamentalistas
del dato chequeado tanto como en parásitos de un cerebro extranjero?

Reconozco que la invención de la rueda no nos
atrofió las piernas ni por asomo en tantos siglos, aunque sería interesante
poner en la palestra un nuevo fenómeno: la vacilación nemotécnica. Nadie
asegura un dato sin haberlo rastreado antes en el buscador que, por cierto,
devuelve más errores que certezas. Sospecho que el periodismo ya adolece
viralmente de este vicio. ¿Seremos capaces de recuperar, en la caja negra del
pasado, el par de pistas que necesitaremos para activar el Google? Hablamos desde el temor y la incertidumbre. ¿Podremos
perdonarnos semejante omisión? Así tendremos que rememorar quién fue el causante
de nuestro mal para luego tomar revancha. Aunque Borges nos haya avisado precisamente que «el olvido es la única venganza y el único perdón». Por lo
pronto, ya siento otra vez que golpean mi ventana en busca de respuestas.
HERNÁN SCHILLAGI
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