Alegría e ilusión de los niños que viajábamos en los 80 desde la zona este hasta Mendoza (sí, nadie nacido en estas tierras jamás le dirá Ciudad ni a punta de pistola). A medio camino en el Acceso y opacado por esa infame banana de latón, se erigía un simpático ñandú de cemento. Hito publicitario de una granja de huevos y gallinas, me cuentan los memoriosos. ¿Por qué eligieron esa ave en lugar de un pollo? Hasta un pato podría haber sido más justo. Es cierto que un par de kilómetros más allá, un cóndor con alas de paloma nos daba la bienvenida. La alocada lógica de los monumentos regionales tiene su misterio. Hoy, el ñandú todavía está allí, solo en medio de un terreno baldío con un cartel que dice "Se vende". ¿El terreno o el pájaro? Yo lo compraría como ese juguete que no pude tener, como un souvenir de lo que perdí en esos viajes con mi familia, como un recuerdo que pone huevos extraños, enormes, llenos de manchas en mi memoria. Finalmente, como algo en mi cabeza con alas, pero que no puede volar.
HERNÁN SCHILLAGI
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