La memoria, así, me lleva hasta los doce años. Caminaba por el barrio con tres compañeros de la escuela. Parecíamos salidos de la película «Cuenta conmigo», pero grabada en Film Andes y con bajo presupuesto: pantalones cortos, gorras con visera, y hondas caseras en cada mano (gomeras, le dicen en otras provincias). Habíamos recorrido las vías del tren, subido a cada aguaribay o fresno para hacer un avistaje más preciso y explorado en las cunetas más profundas hasta recoger el arsenal pétreo que nos pesaba en los bolsillos. Nuestro objetivo: cualquier ser vivo, lata o botella que se nos cruzara. De pronto, una paloma enorme (el recuerdo la hace de dimensiones épicas) se posó sobre una antena de televisión. Uno de mis amigos se llevó el dedo a los labios en señal de silencio y tiró. Ni cerca. Me codeó como para continuar el desafío. Entonces saqué la mejor piedra, estiré la honda con una fuerza desconocida, tracé un cuadrante imaginario en el aire, apunté y le di, bien en el centro del pecho. Hasta llegó a escucharse el sonido seco del golpe contra las plumas. ¡Tac! La paloma abrió sus alas con una dignidad bíblica y voló. Voló sin acusar recibo del daño. Todos me felicitaron por mi triunfo de cazador furtivo, pero yo estaba feliz por otra cosa. Como Guillermo Tell, había tenido un segundo tiro bajo la manga: ese que acierta, pero no lastima. Pienso que quizá haya sido el primer poema que escribí: «Nuestro largo combate fue también un combate a muerte / con la muerte, poesía…», exclamaba Olga Orozco en «Con esta boca, en este mundo». Pues bien, la vida salvada de esa paloma de carne oscura y frágiles huesos fue la primera piedra que puse, justamente, en el camino hacia la poesía, camino plagado de blancos sin dar, de palabras que hacen un rodeo contra el silencio para decir lo inefable, de cotos de caza para acorralar el lenguaje y alejarlo de la mentira, de una música que advierte sobre la crueldad de los animales de la mente y, por fin, para que no nos crezca en el corazón «una bala de hielo negro», como cantaba María Elena Walsh. Porque escribir poesía no es acertar para el triunfo, se trata de estar próximo, cerca. Siempre cerca.
HERNÁN SCHILLAGI (inédito)
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