viernes, 8 de agosto de 2025

Unos zapatos viejos

 


Cuando la Llorona ahogó a sus hijos en el río, se le quedaron al irse los pies en la orilla, arrancados de su cuerpo, para marcar el lugar exacto de su crueldad y locura. ¿Será por eso que me acordé de la leyenda esta mañana cuando fui a tirar la basura y los vi? Cuánto se va del día en una bolsa negra, cuánto nos queda adentro. «Ahí va mi bolsa de la basura surcando el aire / ahí va mi carnet de identidad / mi voracidad y mi hambre / la historia íntima de lo que abandono…», escribía Graciela Ballestero en un poema.
Es que alguien, pareciera ser, dejó apoyados sobre la base del canasto un par de zapatos grises. Gastados, sucios y algo rotos «de tanto caminar...», como en la canción. No los tiró, sino que apenas los posó con cierta elegancia sobre el caño, como si los estuviera por venir a buscar en cualquier momento. Hojas secas, envoltorios, papeles, cartones, gatos febriles, perros sarnosos, fluidos corporales envueltos en látex, pegotes de golosinas amenazan su frágil ecosistema de frío, mugre y soledad. Sin embargo, son un aviso de que unos pies desnudos andan por las calles, hollando el duro cemento, esquivando la punta de las piedras y las espinas.
Por eso no me quedó otra que tomar una fotografía a las apuradas, un poco movida y fuera de foco, como el registro de unos pasos perdidos. Al mirar hacia abajo, también me alegré de comprobar que mis pies seguían bien calzados. Uno nunca sabe.
 
HERNÁN SCHILLAGI

viernes, 25 de julio de 2025

Hay un espía entre los tomates

 


 

Su nombre ya lo podría instalar en la galería de mutantes de «La isla del doctor Moreau» o, al menos, en los seres vivos que no se conforman con ser de una sola manera: tomate perita. Confieso que nunca le vi la forma de esa fruta verde, amarilla y panzona. Para completar su inquietante situación limítrofe, hay quienes aseguran que es una fruta y no una hortaliza. Patrañas. Yo aprieto la pantalla del súper en la opción «verdura» y una colorida foto me tranquiliza en medio de la tormenta de precios altos y sueños por el suelo. Sé que su pariente elegante, el tomate cherry, le ha quitado protagonismo con su dulzura falaz y tamaño acomodaticio en restoranes de renombre: «Tengo un primo, él es rico / poderoso y bien querido...», decía la canción de Antonio Tormo. Pero este tomate (perita), soportó con sus harapos más de una helada al amanecer, viajó humilde sobre camiones sucios, entregó generoso su forma oblonga a desafilados cuchillos domésticos, para así dejarnos «Morder el verano, / morder el sol entero / por 1,80 el kilo...», como proponía hace años Pedro Mairal en «Un durazno». Todo para que una nueva amenaza venga a usurpar su tenue lugar de anfibio en las ensaladas hogareñas. Esto no es una denuncia, sino un peligro latente, porque, de otro modo, ¿qué es lo que hace un pimiento rojo infiltrado en un cajón de tomates? Mi registro fotográfico y buchón, lo reconozco, no solo viene a mostrar una falla en la mátrix, sino que es un aviso: nos están vigilando hasta cambiarnos el sabor, hasta transformarnos en algo extranjero. «Después en la panza todo se mezcla y es lo mismo...», me decía mi mamá para que tragara sin queja lo que me ponía en el plato.
 
 
HERNÁN SCHILLAGI

 

La infancia es un ñandú solitario

 


Alegría e ilusión de los niños que viajábamos en los 80 desde la zona este hasta Mendoza (sí, nadie nacido en estas tierras jamás le dirá Ciudad ni a punta de pistola). A medio camino en el Acceso y opacado por esa infame banana de latón, se erigía un simpático ñandú de cemento. Hito publicitario de una granja de huevos y gallinas, me cuentan los memoriosos. ¿Por qué eligieron esa ave en lugar de un pollo? Hasta un pato podría haber sido más justo. Es cierto que un par de kilómetros más allá, un cóndor con alas de paloma nos daba la bienvenida. La alocada lógica de los monumentos regionales tiene su misterio. Hoy, el ñandú todavía está allí, solo en medio de un terreno baldío con un cartel que dice "Se vende". ¿El terreno o el pájaro? Yo lo compraría como ese juguete que no pude tener, como un souvenir de lo que perdí en esos viajes con mi familia, como un recuerdo que pone huevos extraños, enormes, llenos de manchas en mi memoria. Finalmente, como algo en mi cabeza con alas, pero que no puede volar.
 
HERNÁN SCHILLAGI

viernes, 10 de enero de 2025

Guillermo Tell declara su nombradía

 


Siempre tuve buena puntería. Un tornillo en un tarro en el primer intento, una aceituna que vuela hacia la boca sin interrupciones, un gol del triunfo donde duermen las arañas, una media enrollada directo al canasto. Es decir, talento para acertar en lo vano, en lo intrascendente. Cuentan que el legendario Guillermo Tell no colocó solo una flecha en su ballesta, sino dos. La primera era para la manzana sobre la cabeza de su hijo, sin embargo sumó una segunda por si fallaba. Estaba dirigida al corazón del malvado gobernador que lo había condenado a una prueba tan brutal. Hasta el más certero de la historia dudaba de su capacidad y eso lo hizo un héroe inmortal. «Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia…», decía Borges en un poema que hablaba de la gloria literaria. Porque buena puntería no quiere decir que uno puede atinar en todas las ocasiones, sino que es una habilidad que no se nos niega del todo como otras: tocar el piano, bailar salsa, el modelado en arcilla. También, debo decir, me he destacado en más de una ocasión en abrir el hocico cuando había que quedarse callado, en tirar comentarios hirientes como dardos, o en llegar en el momento inesperado: «¡Qué puntería!», se quejaban mis padres o amigos. Y sí, ser inoportuno es una forma de dar en el clavo, pero cuando nadie lo desea.

La memoria, así, me lleva hasta los doce años. Caminaba por el barrio con tres compañeros de la escuela. Parecíamos salidos de la película «Cuenta conmigo», pero grabada en Film Andes y con bajo presupuesto: pantalones cortos, gorras con visera, y hondas caseras en cada mano (gomeras, le dicen en otras provincias). Habíamos recorrido las vías del tren, subido a cada aguaribay o fresno para hacer un avistaje más preciso y explorado en las cunetas más profundas hasta recoger el arsenal pétreo que nos pesaba en los bolsillos. Nuestro objetivo: cualquier ser vivo, lata o botella que se nos cruzara. De pronto, una paloma enorme (el recuerdo la hace de dimensiones épicas) se posó sobre una antena de televisión. Uno de mis amigos se llevó el dedo a los labios en señal de silencio y tiró. Ni cerca. Me codeó como para continuar el desafío. Entonces saqué la mejor piedra, estiré la honda con una fuerza desconocida, tracé un cuadrante imaginario en el aire, apunté y le di, bien en el centro del pecho. Hasta llegó a escucharse el sonido seco del golpe contra las plumas. ¡Tac! La paloma abrió sus alas con una dignidad bíblica y voló. Voló sin acusar recibo del daño. Todos me felicitaron por mi triunfo de cazador furtivo, pero yo estaba feliz por otra cosa. Como Guillermo Tell, había tenido un segundo tiro bajo la manga: ese que acierta, pero no lastima. Pienso que quizá haya sido el primer poema que escribí: «Nuestro largo combate fue también un combate a muerte / con la muerte, poesía…», exclamaba Olga Orozco en «Con esta boca, en este mundo». Pues bien, la vida salvada de esa paloma de carne oscura y frágiles huesos fue la primera piedra que puse, justamente, en el camino hacia la poesía, camino plagado de blancos sin dar, de palabras que hacen un rodeo contra el silencio para decir lo inefable, de cotos de caza para acorralar el lenguaje y alejarlo de la mentira, de una música que advierte sobre la crueldad de los animales de la mente y, por fin, para que no nos crezca en el corazón «una bala de hielo negro», como cantaba María Elena Walsh. Porque escribir poesía no es acertar para el triunfo, se trata de estar próximo, cerca. Siempre cerca.

 

HERNÁN SCHILLAGI (inédito)