Viernes de una semana cargada de trabajo. Para darle un cierre de plomo, había programado dos exámenes escritos para un tercero y un cuarto de secundaria. Un joven y trémulo monstruo de setenta cabezas, con sus ciento cuarenta ojos, me espera desde la madrugada. Nervios, un insomnio mal disimulado, voces confundidas en busca de la respuesta precisa. Más como un reconocimiento que una estrategia, anoto en la pizarra los nombres de los personajes, palabras de ortografía inusual y debatimos un poco acerca de la historia. Trato de no preguntarles en ese momento si les gustó el libro, ya que a nadie le agrada el remedio antes del efecto. Luego de la evaluación, viene una alumna de cuarto y me dice: «Profe, ¿puedo sacar el celular?». Entonces me comenta que quiere contarle a su madre lo que hemos charlado sobre el desenlace de la novela. «Pasa que se ha quedado intrigada con el final…», y agrega: «Nos gusta leer los libros juntas».
Conocido es el pasaje de la novela «El juguete rabioso», de Roberto Arlt, donde un descarriado Silvio Astier se mete a robar en una biblioteca de escuela, pero mientras manotea ejemplares, se da el tiempo para leer en voz alta algo sobre Baudelaire. Hombro con hombro con su cómplice, comparte la voz extraña de un poeta maldito que les habla desde otro siglo para decirles que no están tan solos, que la belleza no tiene moral: "Yo te adoro al igual que la bóveda nocturna / ¡oh! vaso de tristezas, ¡oh! blanca taciturna...". Han venido por su valor monetario y se lo llevan a la casa por su hermosura. Quizás, hacer leer y obligar a rendir un libro sea el desencuentro más inquietante que un docente tenga que afrontar. También, es una apuesta en la ruleta del conocimiento. Y algo más.
Por eso, escalón por escalón, renuevo el desafío y trepo hasta tercer año. La carga en el maletín ya no es solo de peso, sino de explosivos. El sol ha salido hace rato y me recibe un alboroto entre alegre y desencajado. El recreo y el azúcar los deja así, por suerte. Intento conversar, fibrón en mano, sobre la obra. Repito estrategias, resuelvo dudas y aclaro normas para el examen. La novela aborda un tema muy sensible y los chicos están afilados en sus comentarios. Las semanas anteriores, habíamos leído entre todos varios capítulos, intercambiando las voces, apuntando núcleos narrativos, personajes y conflictos. Graciela Montes propone la lectura como «La gran ocasión» para construir sentido, para ser más ágil en puntos de vista, para ser más libres, en fin, para edificar un lugar en el mundo. «Leer vale la pena…», tira en modo eslogan con honesta lucidez. Leer, agrego yo, también es una valiosa oportunidad de estar solos, pero sin egoísmo. No obstante, al tocar el timbre y ver cómo una nueva pila de hojas crecía sobre el escritorio, un alumno se acerca tímido, con una sonrisa de dientes apretados. «Nos encantó el libro…», me dice, y comienza a explicarme que la mamá lo ayuda siempre a leer los libros, aunque, esta vez, tenían que detener su lectura porque se emocionaban en algunos capítulos. Le di la mano en forma de agradecimiento, pero el corazón se me salía por la boca de ternura y revelación.
Salgo de la escuela, mientras pienso que voy hacia otra contractura en la espalda por las horas de corrección. Entro a mi casa y me estaba esperando «Archipiélago», el nuevo libro de Mariana Enriquez sobre su formación lectora. Recorro las primeras páginas y descubro esta frase como una isla del tesoro: «Leer es una conversación con alguien que te entiende…».
Dos libros diferentes, dos alumnos que no se conocen, dos lecturas compartidas y dos madres que comprendieron que el amor puede caber entre dos tapas de cartón y un manojo de hojas blancas manchadas de tinta feliz.
HERNÁN SCHILLAGI (inédito)
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La memoria, así, me lleva hasta los doce años. Caminaba por el barrio con tres compañeros de la escuela. Parecíamos salidos de la película «Cuenta conmigo», pero grabada en Film Andes y con bajo presupuesto: pantalones cortos, gorras con visera, y hondas caseras en cada mano (gomeras, le dicen en otras provincias). Habíamos recorrido las vías del tren, subido a cada aguaribay o fresno para hacer un avistaje más preciso y explorado en las cunetas más profundas hasta recoger el arsenal pétreo que nos pesaba en los bolsillos. Nuestro objetivo: cualquier ser vivo, lata o botella que se nos cruzara. De pronto, una paloma enorme (el recuerdo la hace de dimensiones épicas) se posó sobre una antena de televisión. Uno de mis amigos se llevó el dedo a los labios en señal de silencio y tiró. Ni cerca. Me codeó como para continuar el desafío. Entonces saqué la mejor piedra, estiré la honda con una fuerza desconocida, tracé un cuadrante imaginario en el aire, apunté y le di, bien en el centro del pecho. Hasta llegó a escucharse el sonido seco del golpe contra las plumas. ¡Tac! La paloma abrió sus alas con una dignidad bíblica y voló. Voló sin acusar recibo del daño. Todos me felicitaron por mi triunfo de cazador furtivo, pero yo estaba feliz por otra cosa. Como Guillermo Tell, había tenido un segundo tiro bajo la manga: ese que acierta, pero no lastima. Pienso que quizá haya sido el primer poema que escribí: «Nuestro largo combate fue también un combate a muerte / con la muerte, poesía…», exclamaba Olga Orozco en «Con esta boca, en este mundo». Pues bien, la vida salvada de esa paloma de carne oscura y frágiles huesos fue la primera piedra que puse, justamente, en el camino hacia la poesía, camino plagado de blancos sin dar, de palabras que hacen un rodeo contra el silencio para decir lo inefable, de cotos de caza para acorralar el lenguaje y alejarlo de la mentira, de una música que advierte sobre la crueldad de los animales de la mente y, por fin, para que no nos crezca en el corazón «una bala de hielo negro», como cantaba María Elena Walsh. Porque escribir poesía no es acertar para el triunfo, se trata de estar próximo, cerca. Siempre cerca.
HERNÁN SCHILLAGI (inédito)