viernes, 10 de enero de 2025

Guillermo Tell declara su nombradía

 


Siempre tuve buena puntería. Un tornillo en un tarro en el primer intento, una aceituna que vuela hacia la boca sin interrupciones, un gol del triunfo donde duermen las arañas, una media enrollada directo al canasto. Es decir, talento para acertar en lo vano, en lo intrascendente. Cuentan que el legendario Guillermo Tell no colocó solo una flecha en su ballesta, sino dos. La primera era para la manzana sobre la cabeza de su hijo, sin embargo sumó una segunda por si fallaba. Estaba dirigida al corazón del malvado gobernador que lo había condenado a una prueba tan brutal. Hasta el más certero de la historia dudaba de su capacidad y eso lo hizo un héroe inmortal. «Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia…», decía Borges en un poema que hablaba de la gloria literaria. Porque buena puntería no quiere decir que uno puede atinar en todas las ocasiones, sino que es una habilidad que no se nos niega del todo como otras: tocar el piano, bailar salsa, el modelado en arcilla. También, debo decir, me he destacado en más de una ocasión en abrir el hocico cuando había que quedarse callado, en tirar comentarios hirientes como dardos, o en llegar en el momento inesperado: «¡Qué puntería!», se quejaban mis padres o amigos. Y sí, ser inoportuno es una forma de dar en el clavo, pero cuando nadie lo desea.

La memoria, así, me lleva hasta los doce años. Caminaba por el barrio con tres compañeros de la escuela. Parecíamos salidos de la película «Cuenta conmigo», pero grabada en Film Andes y con bajo presupuesto: pantalones cortos, gorras con visera, y hondas caseras en cada mano (gomeras, le dicen en otras provincias). Habíamos recorrido las vías del tren, subido a cada aguaribay o fresno para hacer un avistaje más preciso y explorado en las cunetas más profundas hasta recoger el arsenal pétreo que nos pesaba en los bolsillos. Nuestro objetivo: cualquier ser vivo, lata o botella que se nos cruzara. De pronto, una paloma enorme (el recuerdo la hace de dimensiones épicas) se posó sobre una antena de televisión. Uno de mis amigos se llevó el dedo a los labios en señal de silencio y tiró. Ni cerca. Me codeó como para continuar el desafío. Entonces saqué la mejor piedra, estiré la honda con una fuerza desconocida, tracé un cuadrante imaginario en el aire, apunté y le di, bien en el centro del pecho. Hasta llegó a escucharse el sonido seco del golpe contra las plumas. ¡Tac! La paloma abrió sus alas con una dignidad bíblica y voló. Voló sin acusar recibo del daño. Todos me felicitaron por mi triunfo de cazador furtivo, pero yo estaba feliz por otra cosa. Como Guillermo Tell, había tenido un segundo tiro bajo la manga: ese que acierta, pero no lastima. Pienso que quizá haya sido el primer poema que escribí: «Nuestro largo combate fue también un combate a muerte / con la muerte, poesía…», exclamaba Olga Orozco en «Con esta boca, en este mundo». Pues bien, la vida salvada de esa paloma de carne oscura y frágiles huesos fue la primera piedra que puse, justamente, en el camino hacia la poesía, camino plagado de blancos sin dar, de palabras que hacen un rodeo contra el silencio para decir lo inefable, de cotos de caza para acorralar el lenguaje y alejarlo de la mentira, de una música que advierte sobre la crueldad de los animales de la mente y, por fin, para que no nos crezca en el corazón «una bala de hielo negro», como cantaba María Elena Walsh. Porque escribir poesía no es acertar para el triunfo, se trata de estar próximo, cerca. Siempre cerca.

 

HERNÁN SCHILLAGI (inédito)