sábado, 9 de marzo de 2024

Una página amarilla

 

Escribo para no secarme. Las palabras no solo riegan de tinta estos papeles, sino que son una llovizna absurda en alguna parte de mi cuerpo. Mi cuerpo es un desierto que espera en silencio la condensación de las palabras. Mi cuerpo, además, con el tiempo transformó sus hojas en estas espinas. Quiero aprovechar hasta el máximo la humedad que trae cada sustantivo, cada adjetivo, cada verbo. También cada error. Porque la humedad es un secreto alojado en una zona de fertilidad, en un área exuberante, golosa de historias e imágenes sensoriales, falaz hasta el encantamiento. Por eso escribo para no sacarme.

Mi cuerpo, otra vez mi cuerpo. En mi plan por esquivar la sequía, juego al Scrabble en solitario, esparzo las fichas en el tablero y planifico un cementerio de cruces con mis cuentos caídos en batalla, todas las sopas que tomo son de letras, con poemas hirvientes que no bajan más allá de la garganta, resuelvo el crucigrama que viene con el diario o las revistas dominicales con el mismo gesto del que mira la noche y cuenta las estrellas hasta dormirse. Así, incorporo una manera anacrónica de nombrar al revés la realidad: primero el significado y luego la etiqueta. Cuando no puedo descubrir un  término —un dios nórdico, un elemento de la tabla periódica, una isla griega— me vuelvo áspero y el cielo se me viene encima. Entonces cierro los ojos y las palabras atraviesan sin pudor mi lengua, la fatigan como un páramo, como si fuera un destino sin suerte. Sacudo libros, paso las páginas con el corazón en la boca, intento robar trucos verbales, escarbo en cada figura tonal, miro frases de reojo: «Quizás / hubo un proyecto distinto para mí / en alguna probable lotería / y mi número no salió...», me liquida Joaquín Giannuzzi en unos versos que escribió a punto de cumplir cincuenta años. Las certezas son un regalo que nadie quiere abrir.

Escribir es la mejor esclusa para estar solo. Las palabras pasan como barcos de un lado a otro del lenguaje y el nivel de desesperación las hace flotar o hundirse; las puertas se abren, se cierran y sueltan el aliento que nos mantiene de pie. Escribir es la mejor excusa para hablar solo. El problema, pues, lo tienen aquellos que se disponen a escuchar y darle un significado. Recuerdo a ese personaje de Cortázar en el cuento «Una flor amarilla», monologa sin parar hacia un interlocutor, con la cabeza embotada de alcohol y de penas, y le relata una historia del futuro que se murió en el pasado. Se ha encontrado en el colectivo con un niño tan parecido a él que, tal vez, repita sus alegrías, aunque también lo sospecha condenado a multiplicar su mediocridad hasta el infinito. Un mundo de dobles secretos que nos garantiza la inmortalidad y el castigo. ¿Escribir es buscar un replicante que termine entendiendo esa sed que nos devora por dentro? Solo la belleza, la simple como una flor o una página, la que no ostenta oropeles ni fuegos artificiales, ¿será la que nos justifique el tránsito por esta roca perdida en el espacio? Escribir es perdonar. También, todo lo contrario.


HERNÁN SCHILLAGI, inédito

 

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