sábado, 4 de agosto de 2018

El nombre de los cuadernos




NOTA 4/EL NOMBRE DE LOS CUADERNOS


MI ABUELA Gloria era poeta. Más precisamente, una poetisa. La diferencia marcada del género femenino va más allá de los ejercicios con que las maestras nos torturaban en la primaria: «abad/abadesa», «zar/zarina», «poeta/poetisa». Estoy seguro de que mis compañeros no sospechaban ni por asomo lo que significaban esos pares de palabras. Pero yo, al menos, conocía uno: poetisa era Gloria, y me daba orgullo decirlo. Aunque ella no hiciera nada distinto a las demás abuelas. Tejía, amasaba los fideos y nos cuidaba algunas tardes. Sin embargo, ser mujer y poeta en una pequeña ciudad de provincia no era lo esperado. Aunque poetisa, sí; ya que debía ser la que escribía, en sus momentos de ocio, versos en la siesta mientras esperaba al marido que regresara del trabajo. Versos dedicados a las cuatro estaciones del año, a los árboles, a los héroes de la Patria, a las calles del pueblo, a la madre, a Dios, a los hijos y, conforme al inevitable envejecimiento, a los nietos. Cómo no.
Una de las primeras palabras que aprendí a leer en mi vida fue «Gloria». Llegaba a la casa de mi abuela y, sobre la mesa blanca, se destacaba siempre el anaranjado de un cuaderno pequeño, además de los colores de la bandera argentina y unas letras enormes en blanco. «Esos cuadernos son míos», decía mi abuela cuando yo quería rayar el cuadriculado con los primeros palotes. Entonces sacaba del armario unas etiquetas de vino para que dibujara en el dorso. Pero yo quería saber qué decían esos cuadernos. Cuando el alfabeto se me volvió posible, mis ojos deletrearon la palabra «Gloria» en la tapa. Mi naturaleza textual hizo que volviera hasta mi propia casa para comprobar si había cuadernos con los nombres de «Teresa» o «Antonio». Solo encontré unos azules sin nada en la tapa, salvo un entramado retorcido de telarañas. Mis padres llenaban de columnas numéricas cada una de las hojas.
Después, Gloria me había dicho que le gustaban esos cuadernos porque no todo el mundo puede ver su nombre estampado en mayúsculas. Compraba siempre los de tapa blanda, papel obra, de 48 hojas cuadriculadas. Por más que en ellos copiara una receta, escribiera el borrador de una carta, o anotara la lista del almacén; jamás se le había ocurrido utilizar otros de mejor calidad o más extensos. Con los años había almacenado cientos y tirado otros más, pero no tenía un orden ni un lugar único donde guardarlos. Siempre había uno sobre la máquina de coser o entre las antenas del televisor. Tenía una especie de costumbre compulsiva, volvía a escribir todo el crucigrama del diario a uno de sus cuadernos. Día a día, como en un rito verbal, trazaba los cuadros negros y los blancos, para después resolver las consignas. Su excusa era tan lógica que nadie se atrevió nunca a discutírsela: «Por si alguien quiere hacerlo después». Así y todo no había otra persona en la familia que se le animara a las palabras cruzadas. Cuando mi abuela se iba a tender la ropa, yo buscaba algún cuaderno y aparecían dioses nórdicos, símbolos de la tabla periódica, ciudades de la antigua Persia que poblaban las carillas. Nunca vi un solo poema, pero sabía que los fijaba en los cuadernos Gloria.
***
La obra poética publicada de mi abuela se resumía en cinco poemas distribuidos en tres plaquetas y una antología grupal. Firmó siempre con el apellido de casada, sin olvidar el «de» en el medio luego de su nombre. Esto la encumbraba también en la cima de la inefable categoría de poetisa. Un poema al río Tunuyán, otro al general San Martín y un soneto dedicado a Alfonsina Storni; le valieron reconocimientos en diferentes certámenes. Luego, cuando tenía ochenta años, una asociación de poetas jubilados la invitó a participar con dos textos para un libro. Debía pagarse su página para que fuera posible la edición. La noche que presentaron la obra en conjunto, leí rápidamente los poemas sin hallar lo que buscaba. Uno hacía referencia a los cosechadores y el otro describía una alameda en otoño. Sin embargo, ninguno hablaba de mí. 
En esa velada, uno de los viejos poetas que había organizado la antología se acercó con un vaso de vino para hablarme. No paraba de referirse a su pasado triunfal, plagado de premios ignotos y dudosos laureles oficiales. Hasta que me lanzó la aciaga pregunta: «¿Vos también escribís poesía como tu abuela?». Cómo habrá sido la cara que le puse y el tono de mi voz para decir que no, que estiró –sin soltar el vaso− su mano derecha en mi hombro y me dijo a modo de confesión: «No te preocupés, Gloria no escribió poemas hasta que se mudó a la finca». La finca de la calle La Posta, pensé, adonde en vida había sido enterrada.


HERNÁN SCHILLAGI, fragmento de la novela "Los cuadernos de Gloria" (2017)

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