lunes, 9 de julio de 2018

Ladrón de mi cerebro




Son pocas las sorpresas que a un pueblerino le pueden ofrecer sus veredas rotas y levantadas, sus árboles añosos y mal podados, su arquitectura baja y deslucida. Más allá de algún tropiezo inusitado, uno camina y camina con las boletas en una mano y con el corazón en la otra, tratando de que la vista se anime a dar un salto o, al menos, se desvíe de una rutina de planicie y pavor. Tal vez, las paredes rayoneadas sean una posibilidad sin arte, pero con precisión. Cuando mi mamá me llevaba a la escuela primaria, un grafiti de caligrafía firme prometía: «Seremos como el Che». Mi cabeza de niño no podía entender los meandros históricos y políticos del mensaje; pero una cuadra antes, ya ansiaba verlo, leerlo y darle forma silenciosa en mis labios a ese futuro simple. Luego, ya en mis veinte, cerca de la cancha, había otro que profanaba una pared de estilo colonial: «Chaca, ladrón de mi cerebro». Aquí sí sabía quién era el Chacarero, la referencia ricotera cargada de fanatismo, además de los magros resultados deportivos en el ascenso nacional que le trastornarían la cabeza a cualquiera.

«Y la ciudad, ahora, es como un plano / de mis humillaciones y fracasos…», gustaba comentar Borges de Buenos Aires. Sin embargo, toda urbe pequeña, o pueblo grande (que no es lo mismo, aunque se parecen), vive en «modo selfie» continuo; es decir, con la mirada puesta en uno mismo en primerísimo plano. Así, nos conocemos en escala 1:1 los detalles más escabrosos, nos contamos hasta la última de las costillas y se nos borronea el resto. Pues bien, hace unas semanas, alguien subió a las redes sociales una fotografía tomada por un dron, ese vehículo aéreo comandado a distancia; un juguete que los nenitos de mi generación ochentera hubiésemos dado un brazo por tenerlo. La foto en cuestión retrataba el festejo popular por un triunfo de la Selección en el Mundial de Fútbol. El resultado fue revelador y confuso, una conmoción efímera de belleza inesperada que me llevó a decir: «Esto no se parece a mi ciudad…». El dron te mejora hasta la cara del más feo, pensé, como también transforma la mirada que teníamos de las cosas. El valor de lo precario se sustenta en la lejanía, como esos rockeros veteranos que tienen un «buen lejos» solo en el escenario.

Traigo a la memoria las panorámicas del puente de Brooklyn, las tomas nocturnas de la Torre Eiffel, o aquella desde el Támesis para mostrar una Londres majestuosa. Insisto, los pueblerinos no estamos acostumbrados a esas postales, nos quitan el aliento tanto como nos dejan afuera. Por lo tanto, el dron, al borrar todo pormenor inconveniente, te roba también una parte del cerebro, esa que nos advierte de las decepciones y la frustración. «Una mirada desde una alcantarilla / puede ser una visión del mundo...», decía Alejandra Pizarnik; en qué consistirá, entonces, la rebelión de mirar lo cotidiano sin engañarse. Amar lo conocido y transitado con sus defectos más ominosos. Quiero una herida que no sea la calle donde nací.



HERNÁN SCHILLAGI



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