Aunque
hace años que nadie la usa, antes teníamos una frase para cuando uno estaba diciendo
algo que rumbeaba para el lado de los vegetales, más precisamente, de los tomates:
«¿Te escuchaste hablar, vos?». Pues bien, desde que los teléfonos ostentan esa
función de enviar un «audio», es decir, un mensaje de voz en lugar de escribir
un texto breve (¡cuánta pereza!); sucede que la desconfianza se nota en cada
envío. No tanto en el cifrado del mensaje, sino en el modo
en que es ejecutado, ya que uno presiona con cierta fe virtual sobre el ícono
del micrófono, profiere la parrafada y lo «suelta» con un grado de alevosa
temeridad. En instantes nos enteramos de que el destinatario ya lo recibió y se
dispone a escuchar eso que es un mínimo cadáver -fresco y arrepentido- del lenguaje.
Por lo tanto, un nuevo trastorno algo compulsivo ha empezado a rondar por mis
obsesiones: luego de enviar un mensaje de voz, «me» lo escucho de punta a
punta. Iba a decir «lo escucho de nuevo», pero no es así. Porque cuando lo estuve
lanzando al mundo de la telefonía celular, como esas cápsulas espaciales que
llevan un anuncio de nuestra existencia humana y universal, en ningún momento
me detuve para oír mis palabras. Otra vez la frase: «¿Te escuchaste hablar,
vos?». De este modo es que ahora aprieto «play» con algo de pavor y repaso el
fatídico mensaje, su gramática trunca, sus reiteraciones evitables, además de
la dudas en la curva tonal: «De tu voz tiritando en la cinta del contestador...»,
vaticinaba con precisión poética Joaquín Sabina; para luego escribirlo mentalmente,
puntuarlo en el aire y devolverle, inútilmente, la gracia sintáctica que nunca
tuvo ni quiso tener. Debería escuchar -y leer- con más atención lo que digo.
HERNÁN SCHILLAGI
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