jueves, 26 de febrero de 2015

Una nube entre los dedos






          

Así, como quien no quiere la cosa, me apareció una mancha blanca en una uña. Mano derecha, dedo medio: un «fuck you» repentinamente velado por una nube inmóvil. Cuando era chico, me engañaban con que era una mentira enorme que había dicho. Me pasé la mitad de mi niñez con los dedos encogidos. «Si diviso una nube / debo emprender el vuelo», exageraba un poco Oliverio Girondo. Qué es lo que debería hacer, entonces, si ni siquiera me di cuenta de su irrupción tan espontánea como espectral. Cuál fue su origen si, además, este dedo tiene una vena que lo conecta directamente hasta el corazón (románticos, abstenerse). Aunque es improbable, si mi abuela estuviera viva me habría dicho a modo de sentencia familiar: «No busqués choteras en internet». No obstante, la tentación puede más y trazo en el teclado un tatetí de posibilidades: la leuconiquia, roturas microscópicas en la base de la uña producidas por un golpe imperceptible, o mala alimentación, muy frecuente durante la infancia. Por lo tanto, ¿seguiré siendo un niño residual, pero para nada mal alimentado? ¿Cuál es el hambre, si no, que me mancilla un extremo del corazón? O, de tanto esquivar (y soportar) golpes notorios, ¿me habré vuelto insensible ante el dolor minúsculo? «Pero este es mi dedo mayor, el central, el más largo de todos», me digo sin mucho convencimiento. Las uñas así, como quien no quiere la cosa, crecen de dos a tres milímetros por mes y se entregan premonitorias al filo cosmético de unas tijeras para que cualquier aviso nuboso de inquietud sea talado al ras. Solo es cuestión de tiempo, sí, aunque nos aferremos con uñas -y hasta con los dientes- a cualquier nube que pase por ahí.   

HERNÁN SCHILLAGI

No hay comentarios: