viernes, 10 de enero de 2014

La inteligencia del supersticioso





Somos desobedientes por naturaleza. Uno de nuestros dedos –el índice con seguridad- tuvo que tocar esa estufa al rojo vivo, o esa brasa candente para que aprendiéramos, sin retorno, a no curiosear con todo lo que nos saliera en el camino: «Tuto, nene», me decían las viejas de la familia. El mismo índice también quiso sentir de cerca la velocidad filosa de unas aspas de ventilador e introducirse hasta en esos agujeritos misteriosos de la pared que hacen funcionar la tele y la heladera: «Este se busca siempre la huevada», se quejaba mi madre.

Algunos dirán que la desobediencia y la curiosidad es lo que nos ha hecho avanzar como especie: pudimos controlar el fuego, curar enfermedades y viajar hacia la Luna. Sin embargo, estar sanos y vivos es lo que nos permite realizar cada una de estas proezas. Así de simple. Contrario a lo que la ciencia, la historiografía y la propia luminosa razón detentan para sí; pienso que es la superstición la que nos volvió los seres más evolucionados de la faz de la Tierra. Cruzo los dedos y avanzo.

No quiero adentrarme en cuestiones teológicas ni esotéricas. Me interesan las creencias populares que nos vuelven más despiertos y nos alejan de la estupidez supina o, al menos, nos salvan la integridad de la cabeza. «Pero si ser supersticioso es la ignorancia más grande que hay», me dirán los escépticos. Es cierto, y no tanto. «Siempre soñar, nunca creer / eso es lo que mata tu amor», cantaba precisamente el Flaco Spinetta en «Superchería». No sé si el amor, pero sí podría matarnos cualquier anhelo un tacho de veinte litros desde la altura de cinco metros. Conocida es la superstición de «No pasar por debajo de una escalera», ya que el mito dice que se forma un triángulo (símbolo sagrado si los hay en cuanto a religión o pirámides), entonces, para conjurar el mal, había que escupir tres veces luego de atravesarla. No sé ustedes, pero antes de salivar en la vía pública prefiero rodear ese «triángulo fatal» y de paso evitar la caída de herramientas ampulosas o el cuerpo mareado de un albañil con sobrepeso.

Así, las frases cabuleras de los mayores resultan ser un breve manual de higiene y seguridad que nos acompaña para estar a salvo de nuestra imprudencia innata: «Nace el hombre con la astucia / Que ha de servirle de guía- / Sin ella sucumbiría, / Pero sigún mi esperiencia- / Se vuelve en unos prudencia / Y en los otros picardía…», delegaba Martín Fierro a sus hijos. Sabido es que los consejos paternos son una brisa inocua que entra por un oído para salir inmediatamente por el otro. Sin embargo, disfrazar de hechicería y mala suerte una lección arbitraria nos regala salud y dinero. La sal, por caso, fue históricamente muy difícil de conseguir. Ha sido objeto de impuestos, monopolios y de guerras. Si hasta el jornal de los obreros se pagaba con cloruro de sodio. He allí la palabra «salario» para ser más convincentes. ¿Alguien duda, ahora, por qué se corrió el rumor desde el 3.500 a.C. de que derramar sal trae mala suerte? Pura economía del hogar, señores. Lo mismo pasa con los siete años de mala suerte asignados por romper un espejo. Lo que debemos leer entre líneas es: «M’hijo, dejate de joder con los espejitos que salen un ojo de la cara».

Cuántos ojos habremos ganado, además, con el sortilegio ese de «Abrir un paraguas bajo techo es de mala suerte». Como también proferir que nunca un cuadro debe estar torcido en una pared. Insisto, cuidar el correcto funcionamiento de nuestro cerebro trae buena fortuna. Cerrar las tijeras luego de usarlas, ya que en la antigua Grecia se creía que la moira Átropos cortaba con las tijeras abiertas el hilo de la vida. ¡Por favor! Cientos de manos y pies tan intrépidos como distraídos esquivaron el tajo gracias a este artificio mágico. Taparse la boca al bostezar trae buena suerte, porque así no se mete el demonio (ni las moscas, agrego yo). Un sombrero sobre la cama o los zapatos sobre la mesa es un mal presagio para sus dueños. Le quedará la mente en blanco en el primer caso y la repentina muerte en el segundo. ¿O es que así el sombrero zafaba de ser aplastado y era más pulcro comer sobre una mesa sin barro ni piedritas?

«Toca madera, / cruza los dedos, / toca madera», ironizaba un aflamencado Serrat, para avisar más adelante: «Nada tienes que temer / pero nunca están demás ciertas precauciones». Y sí, aunque no está comprobado, alguna vez hubo una comisión de iluminados que realizó un inventario tan certero como fascinante para que nuestros cuerpos transitaran lo más inmunes por este espinoso e inestable mundo. Por lo tanto, cubrieron de miel sibilina cada una de las normas profilácticas y ahorrativas para esparcirlas por todos los hogares susceptibles de accidentes domésticos. Porque la superstición (superstitio, superstitionis) en la Roma de los Césares era aquello que todavía estaba en pie por encima de una situación. El supersticioso, por tanto, era un superviviente. Su significado abarca las observaciones demasiado escrupulosas de la realidad. Pero prefiero pensar que, en vez de utilizar esa mirada como un amuleto milagrero, los humanos hemos tenido la suficiente inteligencia para ponernos sobre aviso ante los peligros cotidianos con gracia y fantasía. Aunque un gato negro se nos atraviese en la calle y nos toque el trece en el turno de la carnicería.


HERNÁN SCHILLAGI

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