viernes, 25 de julio de 2025

Hay un espía entre los tomates

 


 

Su nombre ya lo podría instalar en la galería de mutantes de «La isla del doctor Moreau» o, al menos, en los seres vivos que no se conforman con ser de una sola manera: tomate perita. Confieso que nunca le vi la forma de esa fruta verde, amarilla y panzona. Para completar su inquietante situación limítrofe, hay quienes aseguran que es una fruta y no una hortaliza. Patrañas. Yo aprieto la pantalla del súper en la opción «verdura» y una colorida foto me tranquiliza en medio de la tormenta de precios altos y sueños por el suelo. Sé que su pariente elegante, el tomate cherry, le ha quitado protagonismo con su dulzura falaz y tamaño acomodaticio en restoranes de renombre: «Tengo un primo, él es rico / poderoso y bien querido...», decía la canción de Antonio Tormo. Pero este tomate (perita), soportó con sus harapos más de una helada al amanecer, viajó humilde sobre camiones sucios, entregó generoso su forma oblonga a desafilados cuchillos domésticos, para así dejarnos «Morder el verano, / morder el sol entero / por 1,80 el kilo...», como proponía hace años Pedro Mairal en «Un durazno». Todo para que una nueva amenaza venga a usurpar su tenue lugar de anfibio en las ensaladas hogareñas. Esto no es una denuncia, sino un peligro latente, porque, de otro modo, ¿qué es lo que hace un pimiento rojo infiltrado en un cajón de tomates? Mi registro fotográfico y buchón, lo reconozco, no solo viene a mostrar una falla en la mátrix, sino que es un aviso: nos están vigilando hasta cambiarnos el sabor, hasta transformarnos en algo extranjero. «Después en la panza todo se mezcla y es lo mismo...», me decía mi mamá para que tragara sin queja lo que me ponía en el plato.
 
 
HERNÁN SCHILLAGI

 

La infancia es un ñandú solitario

 


Alegría e ilusión de los niños que viajábamos en los 80 desde la zona este hasta Mendoza (sí, nadie nacido en estas tierras jamás le dirá Ciudad ni a punta de pistola). A medio camino en el Acceso y opacado por esa infame banana de latón, se erigía un simpático ñandú de cemento. Hito publicitario de una granja de huevos y gallinas, me cuentan los memoriosos. ¿Por qué eligieron esa ave en lugar de un pollo? Hasta un pato podría haber sido más justo. Es cierto que un par de kilómetros más allá, un cóndor con alas de paloma nos daba la bienvenida. La alocada lógica de los monumentos regionales tiene su misterio. Hoy, el ñandú todavía está allí, solo en medio de un terreno baldío con un cartel que dice "Se vende". ¿El terreno o el pájaro? Yo lo compraría como ese juguete que no pude tener, como un souvenir de lo que perdí en esos viajes con mi familia, como un recuerdo que pone huevos extraños, enormes, llenos de manchas en mi memoria. Finalmente, como algo en mi cabeza con alas, pero que no puede volar.
 
HERNÁN SCHILLAGI