Su nombre ya lo podría instalar en la galería de mutantes de «La isla del doctor Moreau» o, al menos, en los seres vivos que no se conforman con ser de una sola manera: tomate perita. Confieso que nunca le vi la forma de esa fruta verde, amarilla y panzona. Para completar su inquietante situación limítrofe, hay quienes aseguran que es una fruta y no una hortaliza. Patrañas. Yo aprieto la pantalla del súper en la opción «verdura» y una colorida foto me tranquiliza en medio de la tormenta de precios altos y sueños por el suelo. Sé que su pariente elegante, el tomate cherry, le ha quitado protagonismo con su dulzura falaz y tamaño acomodaticio en restoranes de renombre: «Tengo un primo, él es rico / poderoso y bien querido...», decía la canción de Antonio Tormo. Pero este tomate (perita), soportó con sus harapos más de una helada al amanecer, viajó humilde sobre camiones sucios, entregó generoso su forma oblonga a desafilados cuchillos domésticos, para así dejarnos «Morder el verano, / morder el sol entero / por 1,80 el kilo...», como proponía hace años Pedro Mairal en «Un durazno». Todo para que una nueva amenaza venga a usurpar su tenue lugar de anfibio en las ensaladas hogareñas. Esto no es una denuncia, sino un peligro latente, porque, de otro modo, ¿qué es lo que hace un pimiento rojo infiltrado en un cajón de tomates? Mi registro fotográfico y buchón, lo reconozco, no solo viene a mostrar una falla en la mátrix, sino que es un aviso: nos están vigilando hasta cambiarnos el sabor, hasta transformarnos en algo extranjero. «Después en la panza todo se mezcla y es lo mismo...», me decía mi mamá para que tragara sin queja lo que me ponía en el plato.
HERNÁN SCHILLAGI