viernes, 2 de agosto de 2019

Manchas en el cielorraso

  

Para dormir, mi abuela me preparaba la cama en la antigua habitación de mi tía. Rodeado de muñecas, restos de actos escolares, carpetas y pilas de ropa vieja sobre las sillas; trataba de acostumbrarme al relieve del colchón vencido. A la mañana me despertaba el resplandor que venía del patio de luz. Abría los ojos y observaba el techo. Me quedaba así un rato largo. El cielorraso se había llovido tiempo atrás y las manchas de humedad se convertían en mapas de navegación, dragones voladores, conejos deformes saltando de nube en nube. Pienso que a todos nos cuesta conformarnos con la primera versión de las cosas. La literalidad me capturaba las palabras, pero no las imágenes. 
   La visión que tenía de mis abuelos paternos era la de una imagen simbólica, una metáfora de la felicidad duradera que les estaba negada a mis padres. Mis viejos eran esa mancha en lo alto que no cambiaba de forma. Solo podía esperar de ellos corrosión y derrumbe. Por eso, tal vez, cuando me encontré el último de los cuadernos de mi abuela, las palabras se me hacían borrosas hasta florecer en moretones de una piel nocturna. Así, yo iba adivinándoles el contorno entre el violeta y el amarillo verdoso. La rotura de los vasos capilares sin que la sangre saliera a la superficie volvía la lectura en una callada sala de emergencias.
   De este modo abrí ese cuaderno Gloria, de Gloria, sin Gloria ya, y con bastante pena. Tendría que haber utilizado una pinza y guantes esterilizados para dar vuelta cada página como hacen los coleccionistas de incunables. Sin embargo, mi primera lectura fue brusca, febril, exaltada. Por otro lado, no conocía otra manera de leer cuando se trataba de mi abuela y su caligrafía.

HERNÁN SCHILLAGI
Fragmento de "Los cuadernos de Gloria", (Ediciones Culturales, 2017)

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