lunes, 21 de septiembre de 2015

La vista demediada





Nunca me gustó pescar. Para eso leo y escribo. La simple idea de estar sentado, a la espera de que algo muerda el anzuelo, se parece a sostener un libro con la mirada o a intentar redactar uno con las manos. Por lo tanto, ir a un club de pesca que tiene la laguna completamente seca sería un modo de tirar líneas a lo imposible, la angustia de la página en blanco convertida en la parte impura de la metáfora. Así y todo, un par de veces al año cargo la parrilla al baúl del auto y -con intenciones carnívoras- redirijo las coordenadas habituales hacia ese locus amoenus donde «han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido…», como quería Fray Luis. En el camino, hemos pasado a buscar a un amigo, profesor y poeta también, para que nos acompañe. Mientras armo la torre de troncos, mi hija busca unas ramitas secas para avivar el fuego, mi mujer aliña con algo de sortilegio las ensaladas y el amigo en cuestión ameniza con su charla tan díscola como interesante. Nunca hay mucha gente. La emergencia hídrica ha provocado la migración de pescadores hasta humedales más prometedores.

Sin embargo, no es de estas salidas bucólicas de lo que quiero hablar, sino de un hecho (de un personaje) un tanto extraño que se repite cada vez que estamos por comer las mandarinas del postre. Es así: entra en su bicicleta despintada, con una especie de conservadora sobre la parrilla, un hombre ya no tan joven, flaco en extremo y con un bronceado callejero. De refilón, pienso, se parece a Medardo de «El vizconde demediado»; como si le faltara la mitad del cuerpo. Las sospechas de que podría ser un heladero que terminó su ronda se disipan cuando vemos que extrae de la cajuela una botella de cerveza y un motorcito de ventilador antiguo o algo por estilo. Despliega sobre el mesón las piezas del motor y, entre sorbo y sorbo, va limpiando obsesivamente con una estopa oscura los ejes de rotación, los imanes y el interruptor. Nosotros, mate en mano, abrimos los libros de poemas que hemos traído para leer entre los pinos y el canto de los pájaros. Han pasado dos horas y el flaquito sigue dale que dale al metal con una fruición concentrada. «Otra vez el loco este», digo. «Para mí está armando una bomba casera», teoriza mi amigo. «Mientras no la active aquí», advierte mi esposa, y nos reímos nerviosamente de la situación y las suposiciones paranoicas. Con la última luz del atardecer cerramos los libros y emprendemos el regreso. El vizconde demediado se queda en soledad: su faena compulsiva aún no ha terminado.

Ante este hecho, se me ocurre hacer un ejercicio que los profesores de Lengua y Literatura -en un desborde de originalidad- le pedimos a los alumnos siempre que leen un cuento: «Redactá en unos 12 renglones otro desenlace a la historia, pero cambiale el punto de vista al narrador»:

Siempre vengo a este cámping. No hay un sábado que no me compre una bien fresquita, la guarde entre las herramientas, y pedaleo por la calle de tierra hasta mi mesa junto a las churrasqueras. Desde que los pescadores no vienen más disfruto del silencio y de la siesta bajo los árboles. Me gusta desarmar el motorcito, limpiarlo bien y volverlo a armar. Así las manos se me mantienen hábiles. En cualquier momento me vuelven a llamar del taller y tengo que estar preparado. Soy, a mi modo, feliz en este lugar. Pero unas tres veces al año, viene un grupo bastante raro de personas. Se ríen fuerte y me ponen nervioso. Si por lo menos escucharan música. Pero no, a eso de las cuatro sacan unos libros coloridos y más flacos que yo. Leen con ademanes extraños y, los demás que escuchan, hacen como que cierran los ojos o miran al cielo. A mí no me van a agarrar. Yo no creo que estemos en los últimos días ni que se acerque el apocalipsis. Mejor sigo frotando las piezas de mi motorcito. Aunque disimulen con el mate, yo no los pienso ni saludar. Vaya a saber qué palabras me dicen y me convencen. 
 
HERNÁN SCHILLAGI

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