jueves, 21 de mayo de 2015

El poeta rebelde




«Lunes por la madrugada», decía una vieja canción, abro los ojos y veo la cara de la oficinista en la seccional que me da el número para sacarme uno de los trámites con el nombre más inverosímil e inquietante: «Certificado de buena conducta». Hace rato que los Reyes Magos se apiolaron y no adjuntan ni por equivocación un obsequio a mis zapatos. La docencia titularizada exige registros de comportamiento callejeros, pero no áulicos. En fin. «¿Primera vez?», me dice. Entonces, computadora mediante, la oficial me suelta una jauría policial de preguntas identificatorias, civiles y urbanas. Hasta ahí todo bien, todo «legal». Pero de pronto, saca de la manga otra pregunta a lo gas pimienta: «¿Algún pasatiempo?». Cómo habrá sido mi mirada de dormida extrañeza que agregó: «Fútbol, bicicleta, básquet…». Quise ser honesto; certero, más bien. Recordé a los que en el pasado tuvieron que incinerar libros a escondidas, los ocultaron como a un familiar expósito, o los enterraron en el patio trasero del terror. «Más allá de toda pena / siento que la vida es buena, hoy…», me susurraba conmovedoramente Miguel Abuelo. «¿Mi pasatiempo? No sé: leer», respondí con una hidalguía tan cerril como cándida. «No muy atlético, pero claro que es un pasatiempo», afirmó con una sonrisa cómplice y lo tecleó. Entonces, tomó un rodillo y lo untó con una espesa tinta negra. Mientras aplastaba con suavidad las huellas que me identifican en todo el territorio nacional, pensé que, tal vez, tendría que haberle dicho que escribía. Pero ese no es un hobbie como para pasar el tiempo y mantener conductas que puedan documentarse. Además, necesito el trabajo.


HERNÁN SCHILLAGI

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