Ya está,
soy un adicto. Me siento compulsivamente atraído por las noticias del estilo «10
actores que arruinaron su carrera por trabajar con animales», o «7 secretos escabrosos
sobre tus series favoritas». Nunca puedo ignorarlas. Mi mano lleva el cursor y
hace click con la velocidad de una raya en el espejo. La curiosidad pop es más
fuerte que la lectura densa, es decir, contextualizada, atenta a lo implícito y
profundizada (¡ah, Sarlo!).
Por lo
tanto, estoy rajado como lector. Partido, sí, casi hasta la trituración por
textos tan mal escritos y deshilachados como divertidos y alucinógenos.
(Mientras escribo esto, una ventana me avisa sobre 12 estrellas infantiles que
estuvieron en la cárcel). El ácido de la instantaneidad divagante en «modo ránking»
nos sustrae (y corroe) con la excusa de la indiscreción. Año y años de zápping. Rajado, decía, porque
también uno como lector se da a la fuga, no se compromete ni con cinco líneas
seguidas de un texto. Por más que esté en primer plano un cuento de Borges o un
poema de Gelman, siempre la notificación alocada es un portal que promete
nuevas dimensiones o viajes extraordinarios bajo cataratas de nombres
arruinados, además de reveladoras
fotografías.
Cuando Juan
Salvo, en la historieta El Eternauta,
se entera de que la nieve que cae sorpresivamente sobre Buenos Aires resulta
ser letal al contacto con la piel, se calza una escafandra y sale a pelear a la
calle contra alienígenas sin rostro. El aislamiento forzado lo vuelve, sin
contradicciones, en un héroe colectivo. ¿Cómo abstraerme, entonces, de estos
flashes sugestivos para hacerle frente a una lectura vigilante y sin
interrupciones? (¡Uy, 9 personajes muertos por culpa de sus actores!). ¿De qué
modo encontrar, por tanto, una torpe heroicidad que me lleve a dar el «ejemplo»
ante los alumnos y mi hija? Pareciera que internet es un veneno que huele el miedo y las dudas. Nuestra migración hacia
lo digital no nos ha creado los anticuerpos necesarios ante las distracciones.
Así la vista se nos rompe, al menos, en dos tiempos mezquinos donde no podemos
sentirnos cómodos en ningún lugar. Lo confieso: siempre vuelvo defraudado de
estas dosis lisérgicas de noticias fatuas. «La literatura necesita lectores indomesticables,
para que ella misma lo sea en un futuro que traerá una civilización totalmente
distinta…», decía José Saramago mientras se preguntaba si leer y escribir irá a
interesarle a la humanidad en unos años.
¿Seremos
capaces de soportar la abstinencia frente a un único texto monocromo e inmóvil?
Como tampoco, señores, podemos seguir siendo llevados tan dócilmente de las
narices por el color de los espejos centelleantes de la tecnología. Quebrada y
desertora, la percepción visual se nos ha transformado. La nevada mortífera
sigue cayendo y se acumula en informaciones que no necesitamos, pero que se han
convertido en inevitables. Habrá que empezar a hacerse cargo de las adicciones
y partir hacia la intemperie de los textos, aunque el camino sea aburrido y la
recompensa llegue tarde. Lo interesante siempre cuesta vida.
HERNÁN SCHILLAGI
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