martes, 17 de diciembre de 2013

El perfume de los libros



            
Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de «El perfume», del alemán Patrick Süskind, nace como todos: para morir. Sin embargo, su condición de hijo indeseado en una maloliente París del siglo XVIII le otorga inexplicablemente dos poderes, uno extremo y el otro tenue. El primero, el que todos conocen, una capacidad olfativa inconmensurable. El segundo de los dones, ser inodoro ante los mortales. Sí, Grenouille no hiede en absoluto. «Los libros y la noche», escribió Borges sin quejas en uno de sus poemas  más famosos. Estas «ironías de Dios», convertirán al personaje francés en asesino, en vez de poeta.

Por una sencilla razón venía esquivando esta novela de Süskind hace años: sufro de anosmia, es decir, no tengo sentido del olfato. Pienso que será por mis alergias respiratorias o por la mar de corticoides que me dieron de tomar cuando chico que atrofió casi en su totalidad uno de mis sensores para enfrentar al mundo, pero nunca me traté esta patología en especial. Cualquier persona, por ejemplo, puede distinguir entre más de 10.000 aromas, aunque a mí me son fieles (¡otra vez Borges!) únicamente la cercanía de una cáscara de naranja, el café de la mañana y la menta recién cortada. Nada más. Pero al avanzar cada página de «El perfume», el poder evocativo de las palabras se me pegaba a la nariz y provocaba un placer inédito en  mi lóbulo frontal, en esa zona cortical donde las moléculas hacen estallar los recuerdos y los muestran humeantes como panes recién salidos del horno.

Al revés de Grenouille que necesitaba oler hasta la última partícula de la madera para decir el vocablo «madera», yo logré hacerme una fiesta olfatoria con las palabras hasta que la imaginación libresca pudo crearme una mucosa que atrapara aromas tan fugaces como fatuos. Así descubrí mi otro don mezquino y sutil, ese que se acciona siempre en oxímoron ante las adversidades: leer con todo el cuerpo, con mis cuatro sentidos en estado de máxima alerta y salir sin más armas a una intemperie cimarrona. ¿Pueden los libros remendar transitoriamente algún tipo de discapacidad?¿Qué más se puede «aspirar», entonces, al leer una novela?

HERNÁN SCHILLAGI 

6 comentarios:

Dylan Forrester dijo...

Interesante. Un libro que aún tengo pendiente.

Saludos.

Fernando G. Toledo dijo...

Parece que la virtud de El perfume no sólo no se agota con el tiempo sino que es capaz de vencer aun a los anósmicos que se le presenten. Una novela que de tan fascinante no quise volver a leerla más desde que la leí aquella vez, hace 20 años.

Hernán Schillagi dijo...

Jorge: vale la pena leerla. Es fascinante la historia.

Hernán Schillagi dijo...

Fernando: dejando un poco lo maravillado que me dejó la historia y las resonancias que me provocó, el narrador es demasiado decimonónico (fue publicada en 1985)y la segunda parte (la del aislamiento en la montaña) es bastante inverosímil. Así y todo merece la lectura y la relectura.

Marisa Perez Alonso dijo...

Leí hace mucho tiempo y a pedido de un amigo la novela. Ese amigo sostenía que después de leerla, yo escribiría mi novela. Mientras la leía seguía el objetivo de reinversión, es decir aprender de ella y luego liberarme. Por eso no la disfruté tanto como debería, pero vuelve a mí en fragmentos cuando escribo y es del modo que se describen los recuerdos. ¡Gracias por tu reseña evocadora!

Hernán Schillagi dijo...

Marisa: mirá qué tarea extraña te dio ese amigo. Me imagino que hasta el peor de los libros sirve para escribir una novela, ya que todos contienen, con mejor o peor suerte, el discurrir narrativo. Después uno rumbea para el lugar que más le conviene.

Sí me parece que "El perfume" es ideal para desarrollar la descripción, profusa y detallada, en este caso. Como también es el modelo para erigir un personaje literario que viva más allá de la novela: Grenouille es como Don Quijote o Pantagruel.

Un abrazo lleno de aromas que no percibo, pero intuyo.