viernes, 18 de mayo de 2012

Tomografía computada del llanto






Curiosamente me encuentro con un dato en apariencia inútil dentro un libro para niños[1]: los seres humanos cada día producimos un centilitro de lágrimas, lloremos o no. Es decir que, tanto varones como mujeres, atravesamos -justamente- este largo «valle de lágrimas» que es la vida y no importa la fortaleza que cada uno tenga. Venimos flojos de fábrica. Por lo tanto se me ocurre que se ha escrito, filmado, fotografiado, actuado, cantado y hasta fingido lágrimas; cuando en realidad las vertemos sobre las mejillas sin el menor esfuerzo ni reparo.
 
Entonces no vendría mal hacer un procesamiento de imágenes sobre el cuerpo del llanto como si ingresara a un tomógrafo y, con rayos X, obtuviéramos algunas placas nítidas y otras borrosas, quizás por la emoción.

           


Placa 1/Esta lágrima de hombre de las cavernas

Cuánta verdad encierra este verso de Joaquín Sabina. La primera vez que lo escuché en la canción «Nos sobran los motivos» me inquietó porque sintetiza magistralmente en siete palabras la historia universal de un complejo. Pensé: «¿Por qué motivo habrá llorado el primer varón del paleolítico?» E inmediatamente comprendí la vergüenza que habrá sentido, garrote en mano, ante el resto de los toscos homínidos en evolución. Es que existe un mandato genético, de género y hasta generacional: los hombres no lloran. Así The Cure lo cantaba con algo de ironía dark. Y sí, llorar siempre fue de niñitas. Porrazo en la bicicleta, y un puchero sofrenado rápidamente con un «A los golpes se hacen los hombres, carajo». Fin del llanto. ¿Será por eso que el mismo Sabina escribe en una canción posterior que tiene «una gota de plomo en el lacrimal»?

                       
Placa 2/Salid sin duelo, lágrimas, corriendo

La literatura y, más precisamente, la poesía han sabido explotar las lágrimas como moneda de cambio. Ríos de tinta salada han mojado desde hace siglos las páginas de poemarios sensibleros y no tanto. Oliverio Girondo escribió en su poderosa obra dos poemas bien lacrimógenos y emblemáticos, sin embargo -fiel a su hombría- no dejó de hacer una mueca socarrona en «Espantapájaros 18»: «Llorar a chorros[…] empaparnos el alma, la camiseta. Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos, a nado, de nuestro llanto…». Como también en perfectos heptasílabos fue capaz de proferir con valentía: «Que se abran las esclusas/y lloremos, a gritos/estentóreos, salvajes,/el mentón tembloroso,/sin compás, ni guitarra…» («A pleno llanto»). Hasta encontramos todo un subgénero poético cultivado por grandes autores como Manrique o Lorca: la elegía, que expresa en versos algo digno de ser llorado.

 Y qué tiene, en tanto,  para decirnos la canción ciudadana. Porque el tango es macho, sí, pero bien que se le escapan lagrimones a lo loco cada dos por cuatro. En «Malevaje» (E. Santos Discépolo), el guapo ha sido, como siempre, abandonado. En un pasaje llega a confesar: «¡Si yo, -que nunca aflojé-/de noche angustiao/me encierro a yorar!...» Qué falta de respeto, qué atropello a la razón.

           
Placa 3/Llorar por lo sano

Tal vez sea un mito creado por la novela rosa, pero cuentan que las casas antiguas reservaban entre sus habitaciones un «cuarto de llanto» para las mujeres de la familia. Es decir, las lágrimas y la tristeza estaban institucionalizadas arquitectónicamente. ¿Habrá sido solamente de uso exclusivamente femenino? Es que más de una vez he escuchado decir que después de una «sesión de llorar» se sale como nuevo. Por otro lado, con el paso del tiempo y las estrecheces edilicias, el baño se convirtió en un refugio subacuático para evacuar los párpados. Pero aquí apareció un nuevo factor: el espejo. Cuántos fotogramas de películas y videoclips se nos vienen a la mente. Sin embargo mirarnos llorar tiene algo de impostación, ensayo de caritas, fruncidos de nariz y un control simétrico en las huellas del maquillaje corrido. Como no podía ser de otra manera, también el rock tiene algo para sollozar, como cuando Charly García cantaba tan ambigua y hondamente: «La línea blanca se terminó/ no hay señales en tus ojos/ y estoy llorando en el espejo/ y no puedo ver». Unos años después, como una reafirmación lacrimosa, editó esa maravilla de La hija de la lágrima.

           
Placa 4/La emoción seca
           
Está comprobado que, en adultos, los varones lloran al menos una vez al mes y las mujeres, cinco. Tener el conocimiento, entonces, sobre que las lágrimas fluyen sin permiso a diario vino a modificar un modo de vida que, pasada la treintena, tenía consolidado: la emoción seca. Hasta la fecha había contabilizado un promedio de un único llanto importante cada 5 años. ¿Los motivos? Por desamor, por una muerte muy cercana, por sentirme feliz. En fin, por lo que llora cualquiera. Pasa que nunca me sentí aliviado luego del lloriqueo y, lo que es peor, la vergüenza me provocaba siempre un pucherito extra, aunque luego de esos episodios sobrevinieron momentos de grandes sequías estacionarias. Así esbocé una teoría incómoda: que podía llorar profusamente sin mojarme la barba. Es decir, tener todos los síntomas del «proceso lloratorio» -emoción, escalofríos, ojos nublados- sin soltar una mísera lagrimita. ¡Cuán equivocado estaba! No por nada Omar Khayyam escribió que un ruiseñor le dijo: «Un día de felicidad prepara un año de lágrimas».


Placa final/Mozo, una lágrima

Estás en un café, hace rato que una chica se encuentra sola. Parece que espera porque revisa su celular cada dos minutos, las lágrimas no tardan en llegar. Penales: tu equipo queda afuera de la copa y un llanto masivo de varones en cuero explota sobre la tribuna visitante. Se te hizo tarde y llegás justo cuando tu hija sale vestida de pastelera en el acto escolar, entonces, el nudo en la garganta se desata y dos lagrimones empastan tu vista de padre baboso. ¿Es posible que, en un mundo tan tecnificado y veloz, las personas se atrevan todavía a llorar al aire libre sin ningún pudor? Llorar en público por bronca, por emoción o por estar decepcionados es una señal de que a la humanidad le queda una chance más en este planeta. Eso sí, los episodios plañideros en los realities, los gimoteos calculados según el termómetro del rating y la verba lacrimógena de algún ministro culposo hacen que el conteo final se acelere hasta que, por fin, alguien «apriete el botón», como sugería Miguel Mateos, y estalle todo en mil pedazos.

Por lo tanto, mudarnos de planeta tal vez sea la opción postrera, un éxodo mundial por el espacio exterior en busca de un nuevo valle para regar de tristeza y emociones. Sin embargo, una vez más otro dato inútil -y cruel- se impone: «En el espacio, los astronautas no pueden llorar porque debido a la falta de gravedad, las lágrimas no pueden fluir».



HERNÁN SCHILLAGI
           

[1] 1000 cosas inútiles que un chico debería saber antes de ser grande, de Litvin, Aníbal y
Kostzer, Mario. Vergara & Riba editoras.

2 comentarios:

sergio dijo...

Amigo:

Ya que estamos repaso mis escenas favoritas de llanto.

Dos del cine:

Primera. ¡Qué bien hizo llorar Almodóvar a Grandinetti (Marco) en Hable con ella! Pocas veces vi en pantalla a un tipo tan en lágrima viva.

Segunda. Totó viejo (Cinema Paradiso) cuando ve los fragmentos de las películas. No solo el actor llora bien sino que, a pesar de que tiene algo de golpe bajo, me hizo moquear de lo lindo. Es más, me acuerdo y me ablando.

De la literatura no puedo no pensar en los libros de Duras donde los hombres lloran mucho. Litros de lágrimas que nunca entendí del todo. Aun así, todos saben que amo esos libros y esos personajes.


En cuanto a lo personal, como ud, soy duro pal llanto. La verdad es que no sé cuándo fue la última vez que “te” lloré. Simplemente no me sale. Quizá sea por eso que el único poema que escribí al respecto era tan malo. Era malo porque era falso.

También como ud detesto la lágrima digitada por el rating. Ergo, odio a Iúdica y otros epígonos tinellinianos. En esos casos lloraría… de alegría al verlos esfumarse de la tele.

Pero así como soy duro para el llanto completo, ese que cae y cae incontenible, ese que sale con ruidos y mocos, no puedo negar que alguna lagrimita se me suele escapar en ciertas situaciones que tienen que ver con la belleza. Por ejemplo con alguna canción (Yo me bajo en Atocha, Buscábamos vida, El camalote, etc), o algún poema o novela. Pero no poemas o novelas que hablen de desgracias. Poemas, novelas bellos. La belleza me conmueve como casi nada en el mundo. Y si asocio esa belleza con su creador (lo de la muerte del autor me lo paso por el forro del culo), la cosa se pone más húmeda aun. Sí, en ocasiones me puedo emocionar hasta las lágrimas de solo pensar que en el mundo hubo un Cernuda, una Duras, una Yourcenar, una Simonetta, un Capote. También cuando pienso que en el mundo (dios los conserve por muchos años) hay un Woody, una Diane, un Sabina, una Juana Bignozzi, una Tamara Kamenszain o un Charly García. Es decir, mis lágrimas van de la mano del arte. De una obra que nació de una vida entregada al arte. En fin. Que puedo parecer un frívolo. Pero para mí no hay nada más serio que el arte. Esto al margen de que “cada quien es como dios lo hizo y a veces mucho peor” (frase por supuesto, hija del arte… de Cervantes).

Hernán Schillagi dijo...

Sergio: tu comentario casi roza lo ensayístico también. Gran aporte sobre las películas. Sí, "Cinema Paradiso" es un piquete en los ojo increíblemente bello. Temblor de labios, ardor en la vista y... buaaah!

Si es por canciones: "Yo me bajo en Atocha" tiene algo en la letra y en la música que sabe dónde golpear. Es obvio que hay momentos en que uno descubre cosas muy personales: "Ya no sueña aquel niño/ que soñó que escribía..." Ah, me quedo paralizado. Sobran las palabras para decir por qué.

Lo llamativo es en las canciones en inglés. Ya hablé (sin vergüenza) de de la canción sensiblera de Robbie Williams, pero alguna que otra de U2 (With or without you), o de REM, o de Radiohead (No sorprises, o Lucky) me matan. ¿Por qué? No alcanzo a entender, hay tristeza, melancolía y desesperación que se conecta directamente sin pasar por la razón.

Es cierto, el arte, y sobre todo el de "tejer naderías" al decir de Borges, es el que nos emociona de un modo irrenunciable.