sábado, 15 de noviembre de 2025

Un poema para los días de viento

 


ventarrón


alguien le clavó una uña
al centro mismo de la noche

una claridad calcificada

que rasca el fondo de un recuerdo

y nubla esta garganta que dice

en medio del temporal frases

entre la tierra las hojas las piedras 

para que retrocedan las alimañas 

para que las ventanas no tiemblen
y la puertas soporten el golpe feroz
de un viento de lobo contra la casa

porque alguien le clavó una luna
a la noche menguante alguien
todavía sopla y sopla para derribar
tu último refugio


HERNÁN SCHILLAGI, inédito

Lado B

 


Los que fuimos niños en el siglo XX, conocemos bien a qué se refiere la expresión «Lado B»: todo disco o cassette mostraba, cual moneda de cambio, dos caras. Aunque una siempre era la principal, aquella donde el «hit» esperaba que el operador de la radio no dudara. El resto de las canciones quedaba tras bambalinas a la espera de una mejor suerte. Desde la aparición del disco compacto, las nuevas tecnologías digitales arrasaron con esa costumbre hasta llevarse puesto el concepto de obra, las portadas épicas y los créditos detallados. Así y todo, tener el conocimiento de que cada objeto o idea podía portar un lado oculto, al menos nos hacía dudar. Y pensar.

En el cuento «El disco», de Jorge Luis Borges, se narra la historia de un leñador que ha perdido todo contacto con la sociedad, su cabaña está a la orilla del bosque, cierra la puerta con una piedra y cree que los barcos son casas de madera que flotan. Hasta que llega a su choza un anciano que dice venerar a Odín. El leñador lo toma como un viejo loco que todo el tiempo ha tenido la mano cerrada. Cuando entra en confianza, le confiesa que es el rey de los Secgens y que posee el disco: «Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey».

Como este monarca sin corona, quizá estemos en presencia de una nueva generación que cree, piensa, asegura que su visión de las cosas tiene una única manera, una sola forma de opinar, es decir, que la cara que perciben desde una pantalla es la verdadera sin discusión y todo lo demás es invisible. Déspotas de un trono tecnológico y virtual en la mano, se cancela toda posible complejidad, duda o resquicio para la concesión argumentativa. Reflexiones de un viejo vinagre o de un señor que atrasa los relojes, como cantaban Luca y Charly respectivamente. Puede ser. Pero algo de «inteligencia natural» que se apoya en lo tenue, tal vez sea una respuesta posible. Pongamos que hablo de poesía.

Como un artefacto vivo —o un animal electrizante—, los poemas entran a la escuela con la humildad de una moneda al fondo del bolsillo, dicen lo suyo ante unos oídos tachonados de ruido publicitario o apuestas online, y activan una maquinaria inestable de significados: «Hoy llueve mucho, mucho / y pareciera que están lavando el mundo…», lanza en plan hiperbólico Gelman. «No dejes caer los párpados pesados como juicios…», propone Benedetti ante la realidad, y —mientras Giannuzzi cranea metáforas de un futuro imperfecto para su hija: «Por la gracia de su vida / la noche comienza y el cuarto iluminado / es una palpitación de joven felino…»— Pizarnik les advierte que: «Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo…».

El egoísmo, la crueldad, el desánimo, el insulto, la mentira. El odio, si bien tiene mil caras, son rostros que siempre miran para el mismo lado: ese que nos aísla como un ermitaño en medio del bosque con la vista fija en un único árbol, ese que no se toma el tiempo de dar vuelta la mano para descubrir el reverso de su miseria.

Liliana Bodoc nos avisa en «La saga de los Confines» que el mal habla parecido a la verdad, pero que el canto lo hace retroceder: «Y lo que se rasgue de nuestra voz, permanecerá en otro sitio. Y así ha de ser porque lo verdadero tiene más tiempo y procrea más que lo falso…». Otro sitio, sí, donde la poesía sea la cara evidente de lo extraño y hermoso, el lado manifiesto de un mundo que resiste y, a punta de palabras reversibles, mantenga altas las defensas. 

 

HERNÁN SCHILLAGI, inédito

domingo, 19 de octubre de 2025

Un soneto para un ñandú solitario

 

 

SONETO PARA UN ÑANDÚ SOLITARIO
 
 
Te busqué hasta en la copa de un ombú
fui a la guerra y le pregunté a Mambrú
y, aunque me parezca un gran tabú,
pinché con saña un muñeco vudú.
Envié cartas hacia el Alto Perú,
vi tu foto hasta detrás de un menú
escribí sin fe en un papel tisú
mensajes secretos hacia Moscú.
Cansado de un hueso sin caracú,
de un reloj sin su pájaro cucú,
tomé la ruta que va hacia Maipú
y, mientras me zampaba un Naranjú,
vi tu luz de renovado champú,
perdido y recuperado ñandú.

HERNÁN SCHILLAGI
Foto: Cecilia Restiffo

domingo, 24 de agosto de 2025

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Viernes de una semana cargada de trabajo. Para darle un cierre de plomo, había programado dos exámenes escritos para un tercero y un cuarto de secundaria. Un joven y trémulo monstruo de setenta cabezas, con sus ciento cuarenta ojos, me espera desde la madrugada. Nervios, un insomnio mal disimulado, voces confundidas en busca de la respuesta precisa. Más como un reconocimiento que una estrategia, anoto en la pizarra los nombres de los personajes, palabras de ortografía inusual y debatimos un poco acerca de la historia. Trato de no preguntarles en ese momento si les gustó el libro, ya que a nadie le agrada el remedio antes del efecto. Luego de la evaluación, viene una alumna de cuarto y me dice: «Profe, ¿puedo sacar el celular?». Entonces me comenta que quiere contarle a su madre lo que hemos charlado sobre el desenlace de la novela. «Pasa que se ha quedado intrigada con el final…», y agrega: «Nos gusta leer los libros juntas». 

 Conocido es el pasaje de la novela «El juguete rabioso», de Roberto Arlt, donde un descarriado Silvio Astier se mete a robar en una biblioteca de escuela, pero mientras manotea ejemplares, se da el tiempo para leer en voz alta algo sobre Baudelaire. Hombro con hombro con su cómplice, comparte la voz extraña de un poeta maldito que les habla desde otro siglo para decirles que no están tan solos, que la belleza no tiene moral: "Yo te adoro al igual que la bóveda nocturna / ¡oh! vaso de tristezas, ¡oh! blanca taciturna...". Han venido por su valor monetario y se lo llevan a la casa por su hermosura. Quizás, hacer leer y obligar a rendir un libro sea el desencuentro más inquietante que un docente tenga que afrontar. También, es una apuesta en la ruleta del conocimiento. Y algo más.

 Por eso, escalón por escalón, renuevo el desafío y trepo hasta tercer año. La carga en el maletín ya no es solo de peso, sino de explosivos. El sol ha salido hace rato y me recibe un alboroto entre alegre y desencajado. El recreo y el azúcar los deja así, por suerte. Intento conversar, fibrón en mano, sobre la obra. Repito estrategias, resuelvo dudas y aclaro normas para el examen. La novela aborda un tema muy sensible y los chicos están afilados en sus comentarios. Las semanas anteriores, habíamos leído entre todos varios capítulos, intercambiando las voces, apuntando núcleos narrativos, personajes y conflictos. Graciela Montes propone la lectura como «La gran ocasión» para construir sentido, para ser más ágil en puntos de vista, para ser más libres, en fin, para edificar un lugar en el mundo. «Leer vale la pena…», tira en modo eslogan con honesta lucidez. Leer, agrego yo, también es una valiosa oportunidad de estar solos, pero sin egoísmo. No obstante, al tocar el timbre y ver cómo una nueva pila de hojas crecía sobre el escritorio, un alumno se acerca tímido, con una sonrisa de dientes apretados. «Nos encantó el libro…», me dice, y comienza a explicarme que la mamá lo ayuda siempre a leer los libros, aunque, esta vez, tenían que detener su lectura porque se emocionaban en algunos capítulos. Le di la mano en forma de agradecimiento, pero el corazón se me salía por la boca de ternura y revelación. 

 Salgo de la escuela, mientras pienso que voy hacia otra contractura en la espalda por las horas de corrección. Entro a mi casa y me estaba esperando «Archipiélago», el nuevo libro de Mariana Enriquez sobre su formación lectora. Recorro las primeras páginas y descubro esta frase como una isla del tesoro: «Leer es una conversación con alguien que te entiende…». 

Dos libros diferentes, dos alumnos que no se conocen, dos lecturas compartidas y dos madres que comprendieron que el amor puede caber entre dos tapas de cartón y un manojo de hojas blancas manchadas de tinta feliz.

HERNÁN SCHILLAGI (inédito)

viernes, 8 de agosto de 2025

Unos zapatos viejos

 


Cuando la Llorona ahogó a sus hijos en el río, se le quedaron al irse los pies en la orilla, arrancados de su cuerpo, para marcar el lugar exacto de su crueldad y locura. ¿Será por eso que me acordé de la leyenda esta mañana cuando fui a tirar la basura y los vi? Cuánto se va del día en una bolsa negra, cuánto nos queda adentro. «Ahí va mi bolsa de la basura surcando el aire / ahí va mi carnet de identidad / mi voracidad y mi hambre / la historia íntima de lo que abandono…», escribía Graciela Ballestero en un poema.
Es que alguien, pareciera ser, dejó apoyados sobre la base del canasto un par de zapatos grises. Gastados, sucios y algo rotos «de tanto caminar...», como en la canción. No los tiró, sino que apenas los posó con cierta elegancia sobre el caño, como si los estuviera por venir a buscar en cualquier momento. Hojas secas, envoltorios, papeles, cartones, gatos febriles, perros sarnosos, fluidos corporales envueltos en látex, pegotes de golosinas amenazan su frágil ecosistema de frío, mugre y soledad. Sin embargo, son un aviso de que unos pies desnudos andan por las calles, hollando el duro cemento, esquivando la punta de las piedras y las espinas.
Por eso no me quedó otra que tomar una fotografía a las apuradas, un poco movida y fuera de foco, como el registro de unos pasos perdidos. Al mirar hacia abajo, también me alegré de comprobar que mis pies seguían bien calzados. Uno nunca sabe.
 
HERNÁN SCHILLAGI

viernes, 25 de julio de 2025

Hay un espía entre los tomates

 


 

Su nombre ya lo podría instalar en la galería de mutantes de «La isla del doctor Moreau» o, al menos, en los seres vivos que no se conforman con ser de una sola manera: tomate perita. Confieso que nunca le vi la forma de esa fruta verde, amarilla y panzona. Para completar su inquietante situación limítrofe, hay quienes aseguran que es una fruta y no una hortaliza. Patrañas. Yo aprieto la pantalla del súper en la opción «verdura» y una colorida foto me tranquiliza en medio de la tormenta de precios altos y sueños por el suelo. Sé que su pariente elegante, el tomate cherry, le ha quitado protagonismo con su dulzura falaz y tamaño acomodaticio en restoranes de renombre: «Tengo un primo, él es rico / poderoso y bien querido...», decía la canción de Antonio Tormo. Pero este tomate (perita), soportó con sus harapos más de una helada al amanecer, viajó humilde sobre camiones sucios, entregó generoso su forma oblonga a desafilados cuchillos domésticos, para así dejarnos «Morder el verano, / morder el sol entero / por 1,80 el kilo...», como proponía hace años Pedro Mairal en «Un durazno». Todo para que una nueva amenaza venga a usurpar su tenue lugar de anfibio en las ensaladas hogareñas. Esto no es una denuncia, sino un peligro latente, porque, de otro modo, ¿qué es lo que hace un pimiento rojo infiltrado en un cajón de tomates? Mi registro fotográfico y buchón, lo reconozco, no solo viene a mostrar una falla en la mátrix, sino que es un aviso: nos están vigilando hasta cambiarnos el sabor, hasta transformarnos en algo extranjero. «Después en la panza todo se mezcla y es lo mismo...», me decía mi mamá para que tragara sin queja lo que me ponía en el plato.
 
 
HERNÁN SCHILLAGI

 

La infancia es un ñandú solitario

 


Alegría e ilusión de los niños que viajábamos en los 80 desde la zona este hasta Mendoza (sí, nadie nacido en estas tierras jamás le dirá Ciudad ni a punta de pistola). A medio camino en el Acceso y opacado por esa infame banana de latón, se erigía un simpático ñandú de cemento. Hito publicitario de una granja de huevos y gallinas, me cuentan los memoriosos. ¿Por qué eligieron esa ave en lugar de un pollo? Hasta un pato podría haber sido más justo. Es cierto que un par de kilómetros más allá, un cóndor con alas de paloma nos daba la bienvenida. La alocada lógica de los monumentos regionales tiene su misterio. Hoy, el ñandú todavía está allí, solo en medio de un terreno baldío con un cartel que dice "Se vende". ¿El terreno o el pájaro? Yo lo compraría como ese juguete que no pude tener, como un souvenir de lo que perdí en esos viajes con mi familia, como un recuerdo que pone huevos extraños, enormes, llenos de manchas en mi memoria. Finalmente, como algo en mi cabeza con alas, pero que no puede volar.
 
HERNÁN SCHILLAGI