Los que fuimos niños
en el siglo XX, conocemos bien a qué se refiere la expresión «Lado B»: todo
disco o cassette mostraba, cual moneda de cambio, dos caras. Aunque una siempre
era la principal, aquella donde el «hit» esperaba que el operador de la radio
no dudara. El resto de las canciones quedaba tras bambalinas a la espera de una
mejor suerte. Desde la aparición del disco compacto, las nuevas tecnologías
digitales arrasaron con esa costumbre hasta llevarse puesto el concepto de
obra, las portadas épicas y los créditos detallados. Así y todo, tener el
conocimiento de que cada objeto o idea podía portar un lado oculto, al menos
nos hacía dudar. Y pensar.
En el cuento «El disco», de Jorge Luis Borges, se narra la
historia de un leñador que ha perdido todo contacto con la sociedad, su cabaña
está a la orilla del bosque, cierra la puerta con una piedra y cree que los
barcos son casas de madera que flotan. Hasta que llega a su choza un anciano
que dice venerar a Odín. El leñador lo toma como un viejo loco que todo el
tiempo ha tenido la mano cerrada. Cuando entra en confianza, le confiesa que es
el rey de los Secgens y que posee el disco: «Es el disco de Odín. Tiene un solo
lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi
mano seré el rey».
Como este monarca sin corona, quizá estemos en presencia de
una nueva generación que cree, piensa, asegura que su visión de las cosas tiene
una única manera, una sola forma de opinar, es decir, que la cara que perciben desde
una pantalla es la verdadera sin discusión y todo lo demás es invisible.
Déspotas de un trono tecnológico y virtual en la mano, se cancela toda posible
complejidad, duda o resquicio para la concesión argumentativa. Reflexiones de
un viejo vinagre o de un señor que atrasa los relojes, como cantaban Luca y
Charly respectivamente. Puede ser. Pero algo de «inteligencia natural» que se
apoya en lo tenue, tal vez sea una respuesta posible. Pongamos que hablo de
poesía.
Como un artefacto vivo —o un animal electrizante—, los
poemas entran a la escuela con la humildad de una moneda al fondo del bolsillo,
dicen lo suyo ante unos oídos tachonados de ruido publicitario o apuestas
online, y activan una maquinaria inestable de significados: «Hoy llueve mucho,
mucho / y pareciera que están lavando el mundo…», lanza en plan hiperbólico
Gelman. «No dejes caer los párpados pesados como juicios…», propone Benedetti ante
la realidad, y —mientras Giannuzzi cranea metáforas de un futuro imperfecto para
su hija: «Por la gracia de su vida / la noche comienza y el cuarto iluminado /
es una palpitación de joven felino…»— Pizarnik les advierte que: «Una mirada
desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo…».
El egoísmo, la crueldad, el desánimo, el insulto, la
mentira. El odio, si bien tiene mil caras, son rostros que siempre miran para
el mismo lado: ese que nos aísla como un ermitaño en medio del bosque con la
vista fija en un único árbol, ese que no se toma el tiempo de dar vuelta la
mano para descubrir el reverso de su miseria.
Liliana Bodoc nos avisa en «La saga de los Confines» que el
mal habla parecido a la verdad, pero que el canto lo hace retroceder: «Y lo que
se rasgue de nuestra voz, permanecerá en otro sitio. Y así ha de ser porque lo
verdadero tiene más tiempo y procrea más que lo falso…». Otro sitio, sí, donde
la poesía sea la cara evidente de lo extraño y hermoso, el lado manifiesto de
un mundo que resiste y, a punta de palabras reversibles, mantenga altas las
defensas.
HERNÁN SCHILLAGI, inédito