Miércoles: vuelvo a la farmacia. El día anterior, el dependiente anotó
bien el producto: un colutorio antibacterial para las placas que pueden
formarse en los dientes y las infecciones de las encías. «Debés estar
haciendo bruxismo cuando dormís», me había dicho el doctor. Un chirriar
de estructuras dentales que me astillan la noche y la sonrisa sin
ninguna función aparente. Si hay algo que supieron hacer los griegos fue
ponerle nombre a todo: «bryko, rechinar
los dientes». La cuestión es que el siglo me encuentra dándole la razón
involuntaria a una etimología. Así, la calurosa tarde de mitad de
semana me ubica frente al señor de la farmacia, le pido el medicamento
y, con una mueca jactanciosa, me dice: «Acá te estaba esperando. Tomá.»,
y estira la mano con el frasco envuelto en papel. Cuando quiero
felicitarlo por la puntualidad, me interrumpe con la mano en alto:
«Tenemos palabra, querido. Más que la presidenta, que es mucho decir».
Entonces, aprieto bien fuerte los dientes, sonrío sin soltar un solo
vocablo, pero un aserradero odontológico se agita en mi boca. Pago y me
voy. Al salir a la calle, no puedo dejar de acordarme lo que me decían
en mi familia cuando era chico: «Dale, negro, reíte con los dientes, que
es lo más bonito que tenés.»
HERNÁN SCHILLAGI
No hay comentarios:
Publicar un comentario