Leo este dato por ahí (internet es una zona de curiosidad
inútil): «Cuando José Hierro trabajaba triturando caucho en una fábrica pasaba
las horas pensando poemas; principalmente sonetos, porque le resultaban más
fáciles de recordar...». Entonces, la mente se me estira hasta rozar límites
tan insospechados como pegajosos: un tipo común, tanto que es poeta, erige uno
por uno los catorce endecasílabos de rima consonante en las galerías creativas
de su memoria para salvarse del tedio industrial. Un poco de luz verbal entre
tanta productividad negra y mecanizada (parafraseo mal a Fabián Casas). Busco
un poco más y el azar tiene sus certezas. El poeta, además, escribía en los
cafés madrileños, porque -por superstición- no lo hacía jamás en su propia
casa. Así, entre materiales amargos, oscuros y hostiles; Hierro cincelaba los
metales del idioma. Tal vez por eso cuando nació una de sus nietas, la elástica
cadena de polímeros le hizo redactar como herencia: «Después de todo, todo ha
sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo…». El soneto se titula
simplemente «Vida» y creo que es un intento flagrante y hermoso de querer modificar
el ADN de su linaje. Hay una edad donde los seres humanos ya no admitimos cursilerías.
Aunque un abuelo no debería escribir esas cosas.
Vida, de José Hierro
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
***
HERNÁN SCHILLAGI
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