Leo la novela de una amiga que me pasó por correo
electrónico. Pulso un «like» más o menos meditado en un poema inédito que
alguien colgó en el muro de Facebook. Me enredo en un comentario de largo
aliento tras un ensayo recién posteado en un blog literario. Marco detalles, tiro
de las hilachas, insinúo propuestas de trabajo. Pero hay algo que es cierto
aquí: todo lo compartido en las redes sociales o soportes virtuales es
borrador. Un borrador expuesto y vulnerable.
Más allá de los aparentes poderes de congelamiento
que poseen los archivos en formato PDF, lo leído en la pantalla tiene un
carácter de estado de intervención permanente. El cursor titila anhelante al
borde de una palabra y el puntero del mouse inquiere al texto como una maestra malhumorada;
entonces la tentación de sugerir un final diferente, cambiar una palabra de
lugar o eliminar una rima involuntaria se nos impone. Al mismo tiempo, lo
redactado carga con el sambenito de encontrarse en una etapa de muestreo, con
carteles subliminales que nos mendigan el favor de la lectura. Nuestro tiempo
es valioso, verdaderamente. Sobre todo cuando tenemos que apartar la vista de
la última pelea mediática o del morbo musicalizado de los noticieros para leer -con
gesto perdonavidas- un trémulo y expectante archivo. ¿Somos lectores más
activos o estamos enfermos de vanidad correctora?
En El
caballero inexistente, de Ítalo Calvino, todo un ser invisible se creaba a
partir de la conformación de una nube de voluntades abandonadas por el resto de
los mortales y se metía en una reluciente armadura: «Era una época (la Edad Media ) en la que
la voluntad y la obstinación de ser, de marcar una impronta, de rozarse con
todo lo que es, no se usaba enteramente…». Por lo tanto, ¿hacia dónde se van los
fragmentos de nuestras «no del todo ganas» de leer un libro ajeno en el procesador
de texto? ¿Este esfuerzo lector nos da derecho a una ojeada de soslayo y a la consabida
crítica constructiva? Es más, este modo de leer resulta tan mutante como horizontal.
Antiguamente, una persona subrayaba el libro, hacía anotaciones en los márgenes
o en libretas cajoneadas en el olvido, y luego quedaba satisfecho con solo intercambiar
sus apreciaciones con un amigo en el café. El escritor quedaba fuera de todo,
pero también a salvo. La impresión en papel, el supuesto filtro editorial y los
elogios de las presentaciones envolvían auráticamente (si existe la palabra) a
la obra. Por más críticas o elogios que surgieran, el libro ya estaba
publicado: «Nada puedo hacer, ya no me pertenece del todo», les he escuchado
decir con alivio a algunos poetas. Ni siquiera podemos aspirar a vender los
originales en un futuro –si nuestro amigo artista la pega- en Mercado Libre o
subastarlos ante los fetichistas del error que coleccionan esperpentos
literarios. Los documentos virtuales no dejan trazos para comerciar.
Desde hace unos años, el propio autor es el que
envía en un adjunto su «obra en construcción». Así, el lector incauto (amigo/pariente/conocido/¡follower!) recibe un tipo de lectura que
no desea, pero que lo incluye. Quizás viene a ser un reemplazo ralentizado del
otrora género epistolar. Cartas con cara de libro que esperan correspondencia
inmediata y fulminante. Intuyo, por tanto, que ya no se escribe igual tampoco:
el lector (no tan) ideal se encuentra allí, al alcance de la mano, tan manchada
de tinta y de esperanzas. Por eso, no puedo dejar de agradecer la confianza que
un autor deposita en mí cuando me arroja un archivo que aguarda –en el ida y
vuelta- ser revelado codo a codo entre tanta oscuridad y distracción. Ya lo
escribió Mario Benedetti y lo cantaron mejor Sandra y Celeste: «Somos mucho más
que Word».
HERNÁN SCHILLAGI
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