Hago limpieza en cajones hinchados de papeles,
cartulinas y cuadernos. El verano nos vuelve irascibles ante el acopio atolondrado
del año y queremos descargar en bolsas negras un pasado sin épica. Somos la
cigarra que le canta canta liviana a las hormigas con sol y fabula lastimosa
con el frío. El polvo disimula las hojas arrugadas, la esperanza puesta en la
tinta sobre la pulpa. Todo va a parar a la basura, pero mis ojos antes hacen un
escaneo emocional. Pruebas, apuntes, borradores, carteles: «Una tumba caótica /
de cosas abandonadas a sí mismas / que demora en cerrarse», dice Joaquín Giannuzzi
frente a los desperdicios urbanos. De pronto aparece un diskette de tres y
medio pulgadas, sí, ese cuadro negro con un círculo metálico como un carozo
desabrido. Nada escrito en la carátula, ninguna boca donde insertarlo para que
ponga en funcionamiento su obsoleta forma de almacenar. No me liga ningún
recuerdo a este ni a ningún diskette, ya olvidé sin culpa un par de pendrives
llenos de virus. Nadie, en su sano juicio, alcanzaría a encariñarse con estos
objetos. Si los arqueólogos han sido capaces de recuperar una cultura con un
jarrón hecho trizas, qué revelarán estos dispositivos digitales dentro de mil
años. La tecnología nos libera espacio y nos ahorra el peso de la nostalgia. ¿Qué
nos pide a cambio, entonces? El tiempo hace su trabajo de hormiga y el invierno
no está tan lejos como parece.
HERNÁN SCHILLAGI
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