«La belleza será
convulsa, o no será…»
André Breton
1.
Desde
que tengo memoria he tosido como bestia. Un caballo desbocado en medio de un
desfile patrio. Así, ante el cambio brusco de temperatura: ataque de tos. Baja
el Zonda con su ejército de polvo y pelusas: tos. Humedad en el ambiente: ¡tos
y más tos! También, hay que decirlo, es mi manera aparatosa de anunciarme al llegar
a mi casa. Unos metros antes saco la llave del bolsillo y el asma alérgica se
activa espasmódicamente: «Ahí viene mi marido», predice sin esoterismo mi
mujer. Entrecortado, entro al hogar en busca del inhalador o del agua
salvadora. Es decir, toda mi existencia se ha visto solfeada por la música
violenta de los golpes en el pecho y la garganta.
Sin
embargo, hay un momento puntual de mi vida toseril que, por estos días, cumplió
los 20 años (miro un rato en la pantalla esa cifra tan redonda como gardeliana
y no me permito pensar que «no es nada» ni «qué febril la mirada»). Recuerdo la
historia un poco por fragmentos: Nebulizador a todo motor, máscara en la boca
que aspira el Neumotex hasta los pulmones, la tele prendida, aunque no puedo
escuchar bien. Es de noche y todos duermen. Me encuentro solo y en pocos
minutos estoy por cumplir 17 años. Mi tórax se hincha y se contrae para que el
químico haga su efecto. De pronto, el vapor se termina, apago la máquina, pero
es otro mecanismo el que se ha disparado por primera vez. Entonces busco en la
mochila un cuadernito a rayas y, Bic en mano, comienzo a escribir. Así, sin
más. Que los cumplas feliz, de paso.
2.
En
mi familia siempre hubo libros y revistas sin necesidad de una biblioteca.
Levantaba un almohadón y aparecía un librito como un ácaro que me pedía ser inhalado.
Todos leían y eso me convirtió en un lector voraz e inquieto. Las novelas de
aventuras de Emilio Salgari y Jack London, las de ciencia ficción de Julio Verne,
toda la saga de Tom Sawyer del genial
Mark Twain; además de las inocuas historietas de Dante Quinterno, habían
funcionado como un ungüento mentolado que destapó las vías respiratorias de mi
imaginación. Ser «lector» solamente, posibilitó durante años que las
maravillosas andanzas y los mundos de otros atravesaran mi ingenuidad y me trastornaran
la mirada para siempre. Lo dicho, leer es uno de esos superpoderes que ningún
héroe de cómic mostraría con orgullo. Sin embargo, la niñez se vive con una
intensidad única, por lo tanto cada una de las experiencias puede ser
revisitada por el escritor e intentar alterarlas a su conveniencia. El «poder»,
por tanto, consentía amplificarse, como si a Súperman no lo afectara la
kriptonita. El que ha sido completamente feliz en su infancia, muy difícilmente
sea poeta luego. Se escribe para cauterizar lo imposible. Pero mi segunda
lengua ―ancestral y popular― de la tos constante siempre hace que las heridas
vuelvan a abrirse en el recuerdo.
3.
Un
poco antes de este suceso tan fundacional para mí como intrascendente para el
resto de los mortales, el hermano mayor de un amigo supo descubrirnos los
aforismos que aparecen en Así habló
Zaratustra, de ese rocker de la
filosofía llamado Nietzsche: «El
hombre es algo que debe ser superado; el hombre es un puente y no un fin», como
también ese otro que dice: «En el amor siempre hay algo de locura, mas
en la locura siempre hay algo de razón». Escuchar eso y cabecear una bomba
atómica nos producía casi el mismo efecto. Debatíamos sin entender mucho y,
entre toses adolescentes, un virus se iba anudando con mi sangre. Al mismo
tiempo, ya me había topado con ese melodrama con cara existencialista de El túnel (Sabato), los cuentos temerarios de Poe y los «secabochos» de Horacio
Quiroga (¡Ay, «La meningitis y su sombra»!) que me habían iluminado de tinieblas.
Encima, todo mezclado en una cazuela
humeante de primeros amores y desengaños varios. Así me animé a escribir una
especie de «pensamiento» sobre el amor, como no podía ser de otra manera. Con
el tiempo, mi mano garrapateó poemas, cuentos y novelas breves, entre otras escrituras
agitadas.
4.
El
problema es que, cuando se ha empezado a escribir, nunca se lee de igual modo.
Pasa una mujer con caminar felino para sumarle una nueva curva a lo imposible
y, en lugar de disfrutarla en la cadencia, nos solazamos más en pensar cuántas
vueltas hace su intestino delgado. Así de retorcido es un escritor cuando lee. Uno
se convierte, al decir de la ensayista María Pía López, en un «lector
arruinado», pero sin perder pasión, agrego yo. Si hasta García Márquez cuenta
en una de sus Notas de prensa cómo
leía a Hemingway o a Kafka con la sola intención de desmontar los resortes
narrativos de estos próceres de la ficción. Por lo tanto, el que decide entrar
en esa zona de catástrofe que es la escritura convulsa aprende, más temprano
que tarde, a tener que dominar lo irracional. Pues la tos y el lenguaje lo son.
5.
Misteriosamente,
la poeta Patricia Rodón estampó hace unos años en una filosa greguería: «Todos
los poetas tosen». Me la crucé varias veces y nunca me animé a preguntarle qué
situaciones la habían llevado a esa sentencia que se acercaba a mi cuello como
una guillotina hipersensible. Sin embargo, las dos décadas completas que han
pasado desde la primera ocasión en que empuñé una lapicera (en el medio se
convirtió en una Olivetti y luego en un teclado de PC) han hecho darme cuenta
de que, tanto la tos como la escritura, no me han abandonado nunca. Tampoco me
han dado tregua. El mal de la escritura eterna, le llama certeramente Francisco
Umbral que, tras cartón, publicó una novela titulada La belleza convulsa, donde dice: «La vida,
admitámoslo de una vez, no nos deja nada, salvo una experiencia que solo es aplicable a
nosotros mismos (al ‘nosotros’ que fuimos, ni siquiera al actual)».
Tal vez, las palabras han venido a completar el
aire que me faltó en cada espasmo: «La realidad es que el aire no sale /
pero la impresión / es que el aire / no entra…», descubre Irene Gruss en el poemario Sobre el asma. Por eso puedo
decirle, ahora, a ese pibe de pulmones débiles con una máscara en la boca que
siga brotándose extrañado y trémulo ante los embates alergénicos del mundo, porque
el silencio y la soledad ya tienen un antídoto salvaje, bello, inquietante que
lo espera en el futuro sin respuestas, pero que aplaca también sin engaños.
HERNÁN SCHILLAGI
2 comentarios:
Hola poeta tosedor!!! Marcas en la arena y marcas en los oídos. Ese ritmo constante que le marca el asma, tal vez, le beneficie la poesía.
No voy a olvidar nunca su afirmación: "El que ha sido completamente feliz en su infancia, muy difícilmente sea poeta luego. Se escribe para cauterizar lo imposible." Ya sé por qué a mí me cuestan tanto los poemas.
Este ensayos, como los otros me despertó recuerdos, me arrancó sonrisas, me hizo reflexionar. Y en algún caso, oponerme. Gracias por estar siempre alerta!!!
Aireado abrazo.
Marisa: ¡cof, cof! Muchas gracias por este "paf" de palabras tan alentador. Qué bueno que te haya provocado algunas alergias, de las buenas y de las otras, jaja. Para eso se escribió, y para robarle un poco de aire al tiempo.
Un abrazo grande.
Publicar un comentario