Escribir como un acto infame, pero con uno mismo. Volver
y revisitar pedazos de un naufragio que solo nosotros pudimos salvar, aunque ni
lo intentamos. Escribir, sí, palpando las astillas para que el dolor de lo
informe sea virtud. La cronista Leila Guerriero, por caso, cuando relee sus
textos se hace una pregunta tan autocrítica como paradójica: «¿Dónde estaba yo
cuando escribí esto?». Entonces, en qué lugar se encuentra el que busca en el
fondo de sus propios archivos/cajones para intervenir un viejo escrito y así
ampliarlo entre las polillas, torcerlo con una renovada fuerza, transformarlo
de prosa a verso, de cuento a parte de una novela, de comentario vaporoso a
ensayo lenguaraz. El refrito, sí, como fuente mezquina y de sabor inusitado.
El afamado Alejandro Dolina nos revela en una
entrevista que, cuando trabajaba en la
revista Humor y tenía dificultades
para entregar a tiempo las notas, empezó a tomar fragmentos de una novela
inconclusa para darle –aceite entintado mediante- el formato de ensayos de
ficción. Resultado: no solo descubrió su verdadera «entonación» para escribir,
sino que saqueándose a sí mismo surgieron las inolvidables Crónicas del Ángel Gris. O, acaso, Luis Alberto Spinetta –para extenderlo
hacia lo musical- no recurrió a una zamba compuesta a los 15 años para
rehacerla en esa belleza metafísica de «Barro tal vez» casi dos décadas
después. Obsesiones cercanas a la pereza creativa, como también dones promovidos
por un azar desesperado.
Por lo tanto, no hay límites –ni limitaciones- para la
fritanga. Por más que haya sido publicada en libros o estampada en remeras, una buena
idea o una imagen inquietante del pasado pueden probarse bajo diferentes
reactivos y en la sartén del más ilustre de los escritores. Muy conocida y
popularmente vociferada es esa frase de Borges que dice algo así como: «El
olvido es el único perdón» (se la escuché decir temerariamente a Nacha Guevara
en un programa de chimentos a la tarde). Pues bien, el autor de El Aleph, la utilizó al menos en tres
textos distintos y con cambios no tan sutiles, como sucede en el libro Elogio de la sombra (1969): Así en
«Fragmentos de un evangelio apócrifo» anota:
«Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza
y el único perdón…», para reincidir en la página siguiente, pero con un
microrrelato llamado «Leyenda»: «—Ahora sé que en verdad me has perdonado –dijo
Caín-, porque olvidar es perdonar…». Por último, la incrusta encabalgada en el
soneto «Soy» de La rosa profunda
(1975): «Que no hay otra venganza que el olvido / Ni otro perdón…». Tres perlas
con brillo similar, pero –como un caleidoscopio- único al mismo tiempo. Así y
todo podríamos sugerir que el viejo Georgie
hizo un cartoneo personal –al decir de María Moreno- por su propia obra. Aunque
no es menos cierto que algunos vates han rapiñado con descaro en los libros de
otros autores de renombre.
(A confesión de parte: estaba estancado hacía meses con mi
primera novela, así que para terminar los últimos capítulos desvalijé, sin
culpa alguna, fragmentos de unos relatos que había presentado en un concurso
adverso. Corté, pegué, diluí, sopesé estilos, borroneé torpezas y, poco a poco,
la rueda fue saliendo del barro hasta que la imaginación regresó con los
cachetes un poco colorados, pero desbordante de felicidad para encontrarse con el
punto final).
Para terminar, la escritura es la que se ve beneficiada
con los refritos, ya que los diferentes intentos recursivos y los actos de
«autopillaje» a cara descubierta evidencian una honestidad compulsiva; es
decir, una necesidad de asestar reiteradamente golpes a la oscuridad del
lenguaje para hacer brotar a la luz la más maravillosa música, como decía Perón,
ese gran refritador de la historia nacional.
HERNÁN SCHILLAGI
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