Décimo sexta entrega:
A naufragar
Juano ha pasado una noche de domingo
agitada, pero bajo techo. La tía Ricura lo convenció para que se metiera a la
ducha y tratara luego de dormir un poco. A la mañana, abre los ojos hacia la
claridad del lunes y da un salto sobre la cama: «El último día», dice en un
grito. Cuando termina de vestirse, levanta su bolso y lo nota más pesado. La tía, casi a punto de arrepentirse, a cambio
de un par de tabletas de alcayota ha puesto unos sánguches de milanesa, tres
duraznos pelones, una camisa del tío Cacho —que en paz descanse— y un pantalón
de gabardina de procedencia desconocida. Escondido en uno de los bolsillos más
pequeños, hay un rollito con unos
billetes.
—¿Para qué me da esta plata, tía? —pregunta
Juano.
—Te tenía una sorpresa para cuando
te levantaras —y estira la mano de la que cuelga un llavero de Boca—. Tomá, las
llaves del Ami 8.
—¿Cómo? ¿Qué me está diciendo?
—Menos mal que la sorda soy yo,
nene.
En el umbral de la puerta, la tía
Ricura le explica que el auto no andaba bien y que lo había llevado tirando un
vecino con un tractor hasta La Dormida. Allí lo iba a arreglar Núñez, un
mecánico de confianza de la familia. Gala no se fue con el del tractor, porque
justo había venido ese hombre que ni entró a la casa para saludar. Juano agarra
las llaves con fuerza y besa el escudo azul y oro. Nunca le trajo mucha suerte,
aunque la superstición es quizá una forma extraña del amor.
Juano entra en la mañana como si
atravesara una esponja. Camina bajo los eucaliptos, pero la sombra no alcanza
para aliviar la pastosa humedad que dejó la lluvia del día anterior. Piensa que
Gala está cada vez más lejos y que el Ami se acerca. ¿Quién será el otro?
¿Tendrá sentido llegar hasta el Arco? De pronto escucha unos gritos alegres
cerca del canal. Apura el paso y ve a tres chicos que se han subido a uno de
los árboles más altos y se tiran de cabeza al agua. Mientras Juano se acerca,
uno de los «bañistas» sale del canal, corre hasta una cuneta y trae un gomón
enorme que le rodea la cintura. Da un salto rasante hacia el agua y se desliza
a gran velocidad. Juano queda asombrado. Un grito lo devuelve a la realidad:
—¿Qué mirás, huevón? —dice uno.
—¿Sos o te hacés? —pregunta otro y
se zambulle haciendo una bombita que salpica las zapatillas de Juano.
—No se preocupen —dice el vendedor
de tabletas—. Miraba porque no me podía decidir cuál de los tres se tira mejor
del árbol.
Inmediatamente, los chicos empiezan
a dar saltos y a levantar los brazos. «Miren que hay un premio», les insinúa
Juano y palmea su bolso. Uno de los chicos apoya el gomón-balsa en el tronco de
un aguaribay y empieza a trepar por las ramas. Los otros dos lo siguen hasta la
copa.
—A la cuenta de tres se tiran —Juano
toma aire y abre la boca—. A la una, a las dos y a las—. Entonces, en un solo
movimiento, agarra el gomón y corre hasta la orilla del canal para arrojarse de
panza con todas sus fuerzas.
—¿Qué hacés, loco? —pregunta uno de
los pibes.
—No tengo tiempo de explicarles,
pero gracias.
—¿Y el premio, che? —dice otro a
punto de largarse de cabeza.
—Ahí va —Juano abre el bolso y tira
una bandeja con seis tabletas a la orilla.
Los pibes se arrojan al canal y
buscan el paquete con desesperación. Juano se deja llevar por la corriente de
agua, cierra tranquilo los ojos, porque sabe que en menos de una hora estará en
Santa Rosa. Una lluvia de piedras casi lo hace caer. «¿Otra vez granizo?»,
piensa. Hasta que una piedra del tamaño de un puño le da en el hombro.
—Devolvenos la balsa —grita uno mientras
corre y agrega furioso—. Cómo nos vas a premiar con tabletas de alcayota,
cabrón.
El pibe apunta con una piedra, la
tira y roza la cabeza del vendedor ambulante. Entonces, la balsa toma un rápido,
baja por una pequeña cascada y empieza a
dar vueltas como las ideas de Juano. Así pasan los carros luminosos, los
racimos voladores, las reinas, los Portones del Parque, los cosechadores
burlones, la Chevy, las travestis con sus medias, la Aurorita desinflada, los
gitanos, las alpargatas embarradas, el Ami 8 y Gala. Siempre Gala y su melena
de fuego aparecen justo cuando Juano está a punto de naufragar.
Sin
embargo, un verdadero amigo no deja tirado al otro en el medio de la ruta. Un
amigo que merezca llevar esa palabra en la frente y pueda sostenerle la mirada
a los demás, vuelve en el camión remolque, busca a un mecánico —también amigo—
le pide fiado para que le arregle el auto justo un sábado, sale a cobrarle a
los clientes más morosos, llena el tanque de nafta aunque tenga que entregar
hasta las uñas, apunta la trompa del auto hacia el Arco del Desaguadero y
aprieta el acelerador como si quisiera dejar una huella caliente e imborrable
en el asfalto.
HERNÁN SCHILLAGI
Soundtrack: La barca, por Lucho Gatica.
3 comentarios:
Qué bueno que el Juano volvió al camino. Nunca es bueno detener los pasos, aunque sea en casa de la tía Ricura.
Este capítulo está tan bien escrito que no puedo dejar de pensar en mi propia infancia y en los chapuzones en las hijuelas de Lunlunta. Felicitaciones.
Querida Marisa: siempre tan atenta y generosa. Ahí estaba viendo, hablando de recuerdos, los comentarios de la primera entrada. ¿Quién comentó en primer lugar para alentar y con un buen consejo? Ya sabés la respuesta.
Marisa de este mundo, un abrazo desde los Portones al Arco.
Esos chicos hablan como "aquellos chicos" que éramos nosotros, creo que no sería disonante como apelativo un más crudo y verosímil "cul...", no lo puedo transcribir en un comentario crítico pero la literatura lo permite, aprovechalo.
El resto, impecable, sobre todo el final. ¿La amistad se pueden llevar colgada en la frente para siempre? Se intenta, aunque las chapas del cartel más firme pueden volarse por los vientos de la traición. No sé cómo terminé reflexionando sobre la amistad cual Martín Fierro. Acá cierro el comentario antes de una nueva digresión.
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