Décimo séptima entrega:
Maní
con chocolate
La balsa hace puerto en Santa Rosa.
Más allá, un sifón encauza el agua del canal y flotan botellas de plástico que,
al mismo tiempo, chocan contra la viga de un puente. Entonces, Juano bracea
hasta la orilla con el bolso sobre la cabeza. Otra vez se encuentra empapado,
sin embargo, la precaución de la tía permite que, mientras se le va secando la ropa,
no muestre a la comunidad su escueta figura al desnudo. Escondido detrás de un
plátano se pone el pantalón de gabardina que le queda enorme y la camisa a
rayas del finado tío Cacho. Oye desde lejos bocinazos y se asoma a la calle. De
pronto cree que todo su viaje ha sido en vano, que no se ha movido ni cien
metros de los Portones del Parque. Un carro vendimial enorme, acompañado por
tres o cuatro autos, aparece en medio de la ruta con racimos de celofán que
caen tristes hacia los costados, un sol de lata con todas sus luces apagadas y
un cartel al fondo que dice infame «SANTA OSA». La pérdida de una de sus letras
en el camino y el rápido regreso demuestran que la candidata del departamento
no tuvo suerte en esta oportunidad.
Juano destiende la ropa a toda velocidad y
sale al cruce con los brazos en alto. El carro frena casi en la punta de su
nariz y, con el impulso, todas las letras del cartel se vienen abajo. «¿Puedo
ir con ustedes?», dispara el vendedor de tabletas. «Con gusto los ayudo a
descargar las cosas del carro». El que maneja le dice que suba, que van para
unos galpones de Las Catitas, pero que tenga cuidado con pisar los granos de
uva y los melones que las reinas no alcanzaron a tirar hacia el público. Ese resto
será el magro pago para el chofer. Juano se acomoda entre unas bolsas de
arpillera que simulan ser surcos de un viñedo. Cuando puede, estira la mano y
pellizca un grano de uva. Tiene la intención de hacer caer un melón para que no
quede más remedio que «sacrificarlo». Esa dulzura partida no puede ser
desaprovechada. Aunque lo dulce siempre trae una cara opuesta, o al menos, un
último sabor amargo que no deja olvidar la realidad. Por eso, la prisa del
carro hace que los recuerdos le lleguen a Juano siempre sin aviso, caprichosos
y desordenados. Fija la mirada hacia las latas amarillas del sol y, como no
puede ser de otro modo, el Ami 8 se hace presente sobre el carro como en medio
de una pantalla gigante, más precisamente, la de un autocine.
Quedaba cerca de la ruta. Uno de sus
amigos, Santi tal vez, le había explicado a Juano que, un poco antes del puente
de la autopista, se doblaba a la derecha por un camino de piedras y allí se encontraba
el autocine. Juano con sus 9 años sabía distinguir sin problemas la izquierda
de la derecha. Donde le pesaba el yeso había que desviarse. Santi también le contó,
como toda una proeza, que se había escondido dentro del baúl del auto para no
pagar la entrada. «Va a ser imposible en el Ami 8», pensó el niño Juano
mientras miraba manejar a su padre. Sin embargo, la memoria da giros
imprevistos y busca en otros cajones desvencijados. Como cuando el padre tuvo
que desprenderse de su primer auto, un Fiat 600 verde botella. «El fitito ya
nos queda ajustado con los nenes», le había dicho a su esposa. Era verdad, pero
cómo reemplazarlo. Cargó a sus hijos y se fue para las agencias que estaban en
la avenida de las palmeras. Nada los convencía hasta que un Citroën Ami 8, de
un amarillo furioso, les atrajo la vista. Los tapizados flamantes, los asientos
delanteros hacían una sola butaca como la de las camionetas, las ventanillas
traseras se deslizaban de adelante hacia atrás y no de arriba hacia abajo. Pero
lo mejor de todo era que en lugar del baúl, le continuaban las ventanas al
estilo rural y adentro podía rebatirse el asiento y hacerlo cama. «Aunque
para esconderse y no pagar entrada en el autocine no sirve, se ve todo», se lamentaba
Juano mientras su padre ya doblaba hacia la derecha y tomaba el camino de
ripio.
—¡Che, flaco! ¿Qué hacés con ese
melón? —el chofer le grita.
—Quería saber si eran de goma espuma
—responde Juano con una cara, al mismo, de escenógrafo y de inspector de
bromatología.
—Pibe, ¿te creés que sos una reina
para andar revoleando melones? —el chofer detiene el carro y levanta la mano
con el índice en alto—. Te bajás ya de acá, huevón.
Así, Juano mira cómo el carro se
aleja con sus racimos reales y los de fantasía. Antes de doblar por la esquina
ve que el sol de lata sigue allí para proyectar rayos de una historia en
fotogramas. Otra vez el autocine. Aunque el recuerdo sucede ahora, sin saltos
atrás, en presente:
La parte trasera de la enorme
pantalla se observa desde la entrada, la suspensión del Ami los hace rebotar
contra el techo al atravesar las lomitas de la playa del autocine. Juano no
puede dejar de reírse por los sacudones. Mientras el padre busca en la radio la
señal de audio de la película, la madre saca unos tuppers con los sánguches de
milanesa y el jugo diluido de naranja. El hermano corre hasta el quiosco y
vuelve con un par de cajas de confites y maní con chocolate. Son dos las películas
que ponen esta noche. Primero la vieja, una de Carlitos Balá; y el estreno, una
película yanqui de título largo. En la primera, el personaje de Balá lleva una
mochila en la espalda. Extrañamente le sale una hélice por sobre su cabeza y,
cada vez que se ve en problemas, hace accionar el motor con una cuerda para
escapar por los aires. Gracias a los reflejos de las luces de la pantalla, Juano
puede ver la cara de ensoñación de su hermano, a quien siempre le gustaba
desarmar los triciclos y los juguetes para fabricar las piezas necesarias
buscando la «máquina de volar», como él la llamaba. Cuántas veces había
convencido a Juano de que lo dejara descomponer sus autitos o aquella lancha
del hombre araña para sacarle la bobina. «Cuando esté tocando la punta del pino
me vas a dar la razón», le decía. En la otra película, unos hermanos son
abandonados por sus padres y luego los dan clandestinamente en adopción, pero a
familias diferentes. Entonces, la historia se centra en la búsqueda de los
hermanitos entre sí por todo los Estados Unidos. Ahora es el rostro de Juano el
que se configura por los rayos de la pantalla. En él se trazan esas carreteras
desoladas en medio del desierto, esos pueblos con casas de madera y jardines
con cercas blancas, esos restoranes revestidos de machimbre por dentro. Hasta
que hacia el final, el destello que despide el abrazo entre los hermanos
perdidos le termina de dibujar a Juano los ojos. Entonces con ellos puede ver a los de su padre lagrimear. Porque es así, su padre no es el
que llora, solo sus ojos dejan caer lágrimas. Lo mismo le pasa al señor del 504
celeste y al matrimonio de la cupé Taunus. Juano quiere explicárselo, pero no
puede. Él quiere explicarse cómo la madre se atreve a apoyar su cabeza en el hombro
del padre. Los gritos del Cerro de la Gloria
todavía laten en sus oídos. Él quiere preguntar por qué de repente un silencio
comenzó a empañar los vidrios del Ami, que ni siquiera corriendo las
ventanillas podría disiparse. Cuando después el Ami sube el puente de la casa, Juano
se despierta creyendo que lo que lo hace rebotar es una de las lomas del
autocine. Todavía le queda en el paladar un resabio entre dulce y amargo de la
mezcla entre los confites y el maní con chocolate. Puede que las películas hayan
provocado lo mismo en el resto de las bocas de la familia. Nadie habla. Todos
se llevan lo agridulce de sus pensamientos para la cama. A los pocos días, un
viñatero de Rivadavia compró el Ami 8.
¿Cómo
volver de un pasado que se empecina en correr paralelamente a la actualidad y
atravesarla al menor descuido? «Para La Dormida», se dice Juano, cuelga el
bolso en el hombro y empieza a caminar hacia adelante, como si sus pies en
movimiento fueran la única manera posible de responder.
Pero un verdadero amigo, ya lo he dicho, no puede
conformarse con hacer lo justo y necesario. Tiene que ir más allá, arriesgarse.
Entrar con la Torino por las cortaderas, hablar con las mujeres flamencos, con
mecánicos engrasados, atravesar el río, las vías, las carpas gitanas,
refugiarse del granizo y seguir. ¿Hacia dónde? Esa es la pregunta que nadie
puede responder. Sin embargo, buscar podría ser el desvío de una pregunta.
HERNÁN SCHILLAGI
1 comentario:
Tengo un problema literario, casi un dilema, ¿me centro en la narración o me pongo a especular cuánto de la biografía del autor aparece en esa excelente escena del pasado de esos niños del pasado? La película de Balá, El tío disparate (1978)... ¡¡te olvidaste de las Trillizas de oro... imperdonable, ja, ja!! Poniendo seriedad a este comentario, creo el flash-back infantil, largo y tendido, era necesario, el capítulo anterior había sido bastante movido y la pausa se hacía necesaria.
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